martes, 24 de abril de 2018

EL GALOPE


                      
Como en la realidad, corren los caballos estirando el cuello y agachando apenas la cabeza a lo largo de un túnel que triplica el sonido del galope. Al fondo un punto de luz, a los lados la seguridad rectilínea de tener espacio suficiente entre las paredes.
Como en una pesadilla, una sola salida: hacia delante.

Hacia el despertar corren los caballos. El otro jinete y yo galopamos, casi a ciegas, invisibles nuestros rostros el uno para el otro, aun a sabiendas de que nuestra loca carrera conduce al despertar, al fin del túnel, de los caballos y de una cálida oscuridad.
O quizá precisamente por eso. 

E.M.M.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Ambarino

                                
                                                     
 Se ha disgregado en incontables pedazos, en repercusiones y chasquidos superpuestos, al estrellarse alegremente contra la acera después de un vuelo hacia abajo, rectilíneo y severo, tras desprenderse - veintinueve pisos atrás - de su correcta alineación con las demás cosas.

 Algunos miran hacia arriba desde la calle, otros se alejan por si caen más, y alguien ha dicho “¡uh!” muy serio.

 Sólo queda un color sobre la acera; el resto se ha confundido ya con los demás objetos que no son nada, con los trozos de sobras que fueron algo y ahora yacen aburridos en el suelo esperando tan sólo la manguera, la escoba o un soplo de viento para ampliar sus horizontes. Antes de que eso ocurra, Alicia se ha acercado al color -parece que sabe algo o que ha escuchado el golpe - dejando que sus rodillas se muestren bajo la falda: los pies más cerca que nunca del cuerpo y una mano extendida en el aire guardando el equilibrio sin llegar a tocar el suelo.

 Alicia observa en cuclillas, escudriña o se recrea. Y como los viandantes ya han restablecido su tránsito, los nuevos en pasar acabarán pronto pensando que algo se le ha caído a Alicia. Creerán que era un frasco de perfume o dudarán otros si era una botella de cerveza, e incluso trazarán asociaciones y disonancias entre la dueña y el posible objeto sin apenas disminuir el paso mientras un galante caballero, que mira, se ahorra agacharse para ayudarla porque, salvo las huellas del estropicio, no queda nada concreto para recoger.

 Alicia se marcha meditando y al pisar sobre la mancha granulada se hace preguntas sobre la creación.

Piensa Alicia si no será inútil intentar averiguar lo que fuimos a través de nuestros fragmentos esparcidos.


             Emilio Martínez Morán                    1/XII/94

miércoles, 27 de julio de 2016

¿ Y si Marina no viene?



A veces me pregunto ¿y qué pasa si Marina no viene? Hoy, cansado de las tareas, del calor y también de holgazanear, es una de esas veces.

Marina es una mujer rubia cuyo rostro sería cuadrado, pero no demasiado anguloso. Tiene la cara suficientemente redondeada (a pesar de la firmeza en mandíbulas y mentón, realzadas por la frente recta) como para que no se le marquen esos encantadores hoyuelos al burlarse de mi con picardía. Pero su carácter afirma que, pese a que jamás se le hayan marcado tales hoyuelos inexistentes, es de las que los tienen… en el corazón. Aunque es más bella: de una femineidad a veces egregia, en especial de perfil, cuyas expresiones podrían confundirse con frialdad o altivez por ojos inexpertos de varones que no llevasen tanto tiempo enamorados de ella.

Marina a veces tiene un nombre distinto… No sé si Miriam, Bárbara o Mónica. Puede que más solemne.

Marina sabe montar a caballo y, lo que es más: sabe montar a caballo con música de Händel por el Paseo del Prado, perfectamente instalada a comienzos del siglo XXI. De hecho, su sombrero de tres picos le queda de maravilla: en especial en entretiempo, cuando luce su corta trenza rubia con chaleco verde claro, o mostaza a veces, sobre blusa blanca de manga larga, siempre al atardecer.

Cabalga siempre a mi izquierda (que es el lado del cual los caballeros diestros acompañan a la dama, dicen que por aquello de tener libre el brazo de la espada) y solemos ir desde Montalbán a las proximidades de Atocha. Aunque cuando la vi por vez primera ella cabalgaba entrando en mi campo visual desde mi derecha: me encontraba a pie y parecía invierno porque Marina lucía una guerrera roja y media melena lisa apenas ondeada por un suave viento que, de tarde en tarde, la hacía llevarse una mano enguantada en cuero al rostro para apartarse un mechón. 
 Creo que estaba en un desfile o comitiva. Su montura llevaba un trote corto que, con Händel o sin él, hubiera resultado mortífero en la estación anterior si solo vistiera blusa, desprovista de chaleco y guerrera. Pero tuve la fortuna de no quedar boquiabierto.
Me miró de soslayo solo un instante, casi con desdén al notar mi vista fija. Pero pronto volvió a posar los ojos en mi, justo antes de rebasarme, con media sonrisa antes sabia que coqueta. Aquello bastó.

Llevo casi dos semanas enamorado, semanas en las cuales han transcurrido meses y dentro de estos, cerca de un año. En consecuencia, ahora que todavía nos basta con las miradas y los breves pero frecuentes paseos a caballo por El Prado, voy poniendo cuidado cada noche y mañana en parecerme al hombre del cual Marina se enamoraría.

Pongo cuidado en ser mejor persona y más equilibrado, adulto con una mezcla de desenfado en las maneras y gran seriedad en la mirada. Pongo cuidado en hacerme con un capital. Pongo cuidado en lo que escribo. Incluso me exfolio, me hidrato y tal vez me tonifique un día. Pongo cuidado en no ser petulante ni un advenedizo. Ni un petimetre. En no resultar ridículo.

Sobre todo pongo cuidado en no parecerme a Barry Lyndon ni a Dick Turpin. Ni siquiera a Scaramouche (¡ya me gustaría! Pero a ella no). Porque Marina es de las que prefieren un admirador constante a un pícaro melodramático.

En definitiva: pongo muy buen cuidado en ofrecer esa versión de mi mismo, hoy tan lejana que parece inalcanzable.

Por eso hay momentos, como hoy, en los que resulta inevitable preguntarse ¿y si Marina no aparece? ¿Y si Mónica no sale con su amiga de un garito de Lavapiés justo cuando estoy a punto de entrar (lleva chaqueta corta de cuero marrón y suéter negro) justo a tiempo de clavarme una mirada de esas de “hoy estoy con mi amiga, pero la próxima vez que nos encontremos…?” ¿Y si Bárbara no frecuenta los mismos madriles que yo o desdeña los atardeceres incluso en Sabatini o es una turista más, de paso?

Y entonces, escribo escuchando el Romeo y Julieta de Prokofiev antes de irme a dormir. Y entonces me digo que si Marina no aparece al menos habré intentado ser digno de ella. 

Al menos me habré reconciliado con Händel (tan inglés y alemán, tan poco romántico él). 

Y conmigo. 

Incluso es posible que desempolve mis botas y vuelva a montar a caballo. O que aprenda a bailar Bossa-nova, porque nunca se sabe…
¡Hay tánto que hacer!

Por eso: no tengas prisa, Marina; todavía es verano, el tiempo que nos gusta no parece inminente y mientras haya horas en las que caben semanas y semanas que se dividen en meses, podré continuar ganando tiempo. Tiempo para mi.

Para que pueda llegar un tiempo de ambos. 

Un tempo di valse…para variar.

sábado, 18 de junio de 2016

La Brújula del Escritor



Este martes, día 21 de junio, iniciamos el verano de manera creativa. Me gustaría que os pasárais de 18.30 a 20:30 (hora local de Madrid).

Un escritor puede transitar libremente por las calles, pero no debe permanecer solo más tiempo del necesario.

Tarde o temprano hay que saltar a la arena. Y mejor acompañado que solo. 

Ya son más de una veintena de valientes los que se nos unirán, pero todavía hay sitio para ti.
Y si no llegas, tranquilo: pronto habrá más.

De momento, puedes dar un pinchacito aquí::
                                             http://www.lider-haz-go.info/calendario-de-eventos/


(o buscarnos en la red: no seas tan vago).

Era Picasso el que dijo aquello de: "La inspiración existe, pero conviene que cuando llegue te encuentre trabajando". ¿No?








martes, 14 de junio de 2016

El halcón y la flor

Mira, esta noche no tengo tiempo para andar con averiguaciones: si es una rosa o de qué flor son esos pétalos rojos.

Estoy a punto, como nunca lo he estado, de decir alguna burrada muy gorda acerca de Bryan Ferry y lo que puede hacer con la muñeca rubia esa del video en el lavabo en vez de dejarla dar vueltas robóticas sobre la pista vacía (en el video malo, no en el otro). Bueno, él mismo lo dice: "se acabó la fiesta y estoy tan cansado..."

Pero me gusta el juego de las gárgolas con los trajeados componentes del grupo. Incluso tolero a Ferry que esté diciendo todo el rato con la mirada: "Fijaos: en términos absolutos y con total independencia de vuestra filiación sexual, soy más guapo que la rubia. Y mucho más lírico".

El caso es que ellos no tienen la culpa: es mi estado de ánimo de esta noche.

Pero luego viene la frase esa, inolvidable desde mi juventud, la que he venido a buscar. Y aparece:

When you bossanova / there´s no holding...

Y eso es muy cierto.

Así que, mientras espero esa bossanova, disfrutemos la música. Con otra nena, eso sí y a ser posible sin video.

Ya os advertí: últimamente... esotérico perdido. 

jueves, 26 de mayo de 2016

Si hubiese contextado a tiempo...

Hoy he conocido a una persona que, sin salir de Malasaña ni alejarse mucho de Kafka, me ha demostrado algo semejante a la neurolingüística aplicada (no PNL). Lo transcribo aquí a pelo porque se trata de una experiencia demasiado vertiginosa en la cual no deseo ver a muchos lectores involucrados. 

Además, no tengo claro el contexto; razón por la cual este lost in translation amenaza con acarrear más dudas que soluciones.

Dice su lenguaje paraverbal (“su” de ella, “ella” de mujer):

-              Hay un malentendido de fondo en esta situación. Ese malentendido será nuestra perdición a corto plazo, salvo que lo solventemos en un par de semanas.
                           

Como no sé exactamente a quiénes se refiere con esa primera persona del plural, he alcanzado dos conclusiones:

Primera: que ya me encuentro incluido (si no lo estuve desde el origen) en ese malentendido, rastreable, pero no inteligible, como su nombre sugiere.

Segunda: que Malasaña ha cambiado mucho desde la última vez. Antes no pasaban estas cosas, aunque hubiera más excrementos de perro.

¿Habéis entendido algo? Bueno, tampoco yo.

Son cosas que se extienden por la madrugada, se entienden por la mañana y se olvidan por la tarde.

lunes, 3 de agosto de 2015


Entre mis carpetas "olvidadas" (?) a veces uno se encuentra cosas como esta, que debió ser el eslabón perdido allá por el siglo pasado, entre mi poesía y mi prosa. Eso sí: se nota que la escribí en primavera.

Tu felicidad no es un bien de consumo:
si la sopesas, la envuelves, le pones precio,
verás qué rápida es y que poco doméstica;
qué pronto estás hablando de ella con tu analista,

buscándola en un libro,
en soliloquios.
Y tu amiga se habrá ido sin hacer las maletas
en las que quisiste que habitara.

E.M.M.

29/4/95


sábado, 18 de abril de 2015

Lo peor de los besos

Lo peor de los besos es que algunos reaparecen cuando los dabas por olvidados.

El otro día se presentó un beso en casa. Un beso del pasado. Ni siquiera sabía quién ni cuándo me lo dio. Pero al verlo plantado en la puerta, con una maleta y aire de reproche, de inmediato lo reconocí como mío en parte. 

Abrió al fin sus brazos, tolerante.

- Anda, pasa un rato -, le dije. 

Ahora lleva dos semanas instalado en mi sofá, bebiéndose mi whisky, leyendo mis novelas por encima con aire escéptico. 

Lo peor de los besos, los besos antiguos que ya debieran estar fuera de tu vida, es cuando te dan una palmadita en el hombro, como con pena, y te dicen:

- Anda, vámonos de marcha un rato, a ver si te despejas, que te has vuelto aburrido.

Y cuando salimos, encima liga más que yo. Y eso que no tiene forma humana: lo que tiene es mucho morro.


E.M.M.

viernes, 20 de febrero de 2015

Cuando una palabra pierde su significado de tanto sobarla...

Bueno, esto no va en serio. Burla, burlando, que diría Lope:

Estaba pensando y, por tanto, dudaba.

A veces me tienta, aunque no es mi género, volver a escribir algo corto. Esta vez, algo travestido de libro de autoayuda. Por tanto, en inglés; por tanto, de coña; por tánto... por tánto falso profeta del rollito New Age (cada día menos new) como he conocido en un par de años, con honrosas excepciones y horrorosas confirmaciones de que el spam trasciende fronteras.

Por suerte para todos, me he quedado en los títulos:

No more coaching, poleeeeeeze! (este me recuerda un tema de Phill Collins).

O ya, plagiando a Mr. Allen, Cómo acabar con el coaching en 10 (ó 12) lecciones. Este sería más bien un libro de autodefensa subtitulado: Olvida rápido la serie de obviedades que has leído para no tener que ponerte en serio a cambiar.


Ahora confieso que hará más de un año estuve pensando en serio en escribir algo que se titulaba La invasión de los ultracoaches, pero me limité a narrárselo a un ser querido. (¡Viva la literatura oral!)

Una joven pareja, con pocos meses de convivencia a sus espaldas y que atraviesa su primera crisis, recibe el asalto en su domicilio de un entrenador de perros que acaba intentando domesticarlos a ellos. Poco después la de un cocinero de diseño que les obliga a reformar el piso en aras de una cocina comme il faut. Y para rematar, reciben a una especialista en tirar cosas para rediseñar el espacio y que fluya la energía positiva.
Dejando a un lado las exhuberantes facturas, la historia, con una final casi feliz, terminaba cuando la suegra se plantaba en casa con el propósito de echar a escobazos a estos asaltantes profesionales del coaching. Si bien, doña suegra al parecer se engancha a las nuevas técnicas e intercambia información con estos pelmas: les enseña a echar las cartas o a hacer encaje de bolillos, no recuerdo. (Pero quedaba gracioso oír a la señora con cosas como:
- Hijos, no procrastinéis la limpieza del baño...
O:
- Hoy estoy focalizada en ir al supermercado.
O:
- Deberíais visualizaros haciéndome abuela y poneros una fecha límite para vuestros objetivos.

La joven pareja recuperará el romanticismo de la relación cuando, incapaces de pagar las facturas, escapen a vivir bajo un puente cercano a una gran superficie de muebles escandinavos para montar.


Para acabar: quizá sea mejor idea robarle el tiempo a alguien para escribir algo de coaching para vampiros.
¿Algún dibujante me ayudaría?

Besos, jobar, que siempre me pongo demasiado serio.


lunes, 16 de julio de 2012

Dodecálogo de un escritor

1)    Recuerda: un escritor solo es un artista y un artista solo es una forma de ser persona: enfréntate al éxito y al fracaso igual que lo haría cualquier persona con cualquier otra actividad.
2)    Tú no eres tu obra. No te identifiques demasiado. No permitas que el ego te engañe: ni eres tan bueno (o malo) como tus obras ni, cuando las critiquen, te están atacando a ti como persona.
3)    Cualquiera que se gaste unos euros en comprar un libro tuyo tiene derecho a decir lo que quiera de tu obra. Y tú estás en tu derecho de ignorarlo. No pierdas tiempo de escribir en debates estériles.
4)    No te debes al público ni al editor ni a tu agente más allá de cierto agradecimiento humano: todos están haciendo su trabajo: unos consumen, otro vende, otro negocia. Tú escribes. Solo eres una parte de la cadena, pero si a algo te debes es a tu obra.
5)    Nadie te obliga a defender siempre la misma bandera ya sea estética, política, artística o moral. Todos cambiamos y algunos incluso evolucionamos. Lo que has escrito hace años no tiene porqué ser hoy ni siquiera de tu agrado. No te ates al pasado ni hipoteques tu futuro.
6)    No vivas para escribir: escribe para vivir. La literatura tiene una forma muy peculiar de poder hacernos inmortales: no prolongará tu existencia, pero la hará más profunda.
7)    No te aísles ni escribas solo para ti mismo: deja al público hacer su trabajo. Estate siempre en contacto con los demás (salvo durante los periodos de intensa creación, cuando te retires a tu interior). Debes estar en contacto con todo, aunque tú eliges qué y cuándo. Nada te puede ser ajeno.
8)    Haz respetar tu tiempo con energía. No cedas a los chantajes. Haz que lo respeten por dos motivos: el egoísta, porque a ti te gusta escribir; el altruista, para no privar al mundo de la belleza que pueda llegar a haber en las obras que te falten por escribir.
9)    Nunca uses la literatura como una droga ni un refugio para tus frustraciones: deja que sea la literatura la que te use a ti.
10)  Recuerda que no tienes porqué ser escritor toda la vida. Nadie te obliga. Si no naciste escribiendo tampoco has de morir haciéndolo.
11) El pensamiento es más rápido, y a menudo más fugaz, que la escritura. De modo que elige: o te empeñas en reflejar la realidad, que al paso que vamos ya habrá cambiado para cuando quieras terminar, o te molestas en crearla.
12) Nunca creas demasiado en los decálogos de los escritores: la mitad son intentos de universalizar experiencias subjetivas y la otra mitad son juegos de vanidad.


lunes, 25 de junio de 2012

Mimando a los lectores



¡No solo la compran, sino que encima hasta la leen! ¿No son un encanto?

Lo menos que se puede hacer es firmarles una dedicatoria bonita

jueves, 24 de mayo de 2012

La promoción: ¡ya tenemos la novela en el mercado!

Queridos amig@s:

Esto es lo que mi editor me envía como respuesta a mis preguntas sobre la distribución de Metamorfosis del miedo (editorial ESIC):

"Puedes decirles que la semana que viene estará en LA CASA DEL LIBRO, EL CORTE INGLES, Marcial Pons, Diaz de Santos, Ecobook".

Además hay librerías digitales que la tienen en su catálogo de novedades: Amazon, etc.

También es cierto que la misma editorial lo vende desde su página web. Y si visitáis la Feria del Libro tienen el stand en la caseta 263. (El autor no estará; todavía no ha llegado ese momento. Prefiero firmar entre amigos tomando un café).


Recuerdo que os he mostrado la portada, pero los escritores somos así de pesados.

Y muchas gracias a todos los visitantes que se han paseado por aquí. Siempre seréis bienvenid@s

lunes, 16 de abril de 2012



Así quiero ser de mayor

Terceras páginas



Por si todavía hay alguien que cree que he escrito un libro de autoayuda o estrictamente empresarial, me permito incluir a continuación un fragmento del segundo capítulo. Espero que os guste.

Capitulo II     Mr. Parker

“Los barcos están seguros en el puerto, pero no han sido hechos para eso.”
(Proverbio inglés).


Santiago Alcántara, Director del departamento de Marketing de Cravate releía,
venciendo la natural repugnancia que le inspiraba, un libro de management acerca de los
principales temores ante el cambio que experimentan los ejecutivos. Solía leer ese tipo de
libros con cierta frecuencia, más que nada para estar al día y poder citar frases o conceptos,
durante las reuniones, que le ayudaran a salir del paso sin tener que efectuar cambios en su
manera de hacer las cosas. Pese a su experiencia, a Santiago no dejaba de hacerle gracia el
efecto que producían ciertas frases de esos libros en sus oyentes: el silencio de sus
interlocutores acomplejados y la admiración de quienes, aunque menos acomplejados,
tampoco estaban demasiado familiarizados con ciertos términos.

“¡Libros de mágicos consejos para el marketing!, de coaching, PNL, liderazgo
empresarial, libros de trabajo en equipo, libros de ratones, el Eneagrama y la madre que parió
al peneque! ¡Y qué títulos! Cinco claves para el éxito, Cien trucos para directivos, Los diez
pasos del management... Siempre con números, números redondos, números de connotación
simbolista, números fáciles de retener en la mollera del consumidor. Y citas muchas citas.
Ningún idiota se atrevía a escribirlos sin encabezar algún capítulo con una frase de Peter
Drucker, Golemann o Sun–Tzu”.

Así pensaba Santiago.

Lo que a él le gustaba todavía no se había escrito: una especie de manual de artes
marciales para el liderazgo y el marketing, que era lo que él venía practicando desde hacía casi
diez años. En cuanto a estrategia, el general Sun–Tzu estaba de moda (lo había puesto de
moda una película de James Bond en los 90) y era de obligada mención para cualquiera que
quisiera escribir sobre estrategia. Como cita literaria, claro está, porque en la bibliografía pocos
se atrevían a poner que habían consultado El arte de la guerra. Pero a Santiago le era más
fácil identificarse con Napoleón que con un chino difuso y milenario del que no se sabía que
hubiera hecho gran cosa, salvo escribir un libro.

En opinión de Santiago, esos libros eran guías escritas por falsos profetas, pero eran
libros que se vendían. ¡Bien por las editoriales, capaces de hacerse mercado entre los
ingenuos! (porque, a decir de Santiago, los ingenuos eran legión y aquello era un filón casi
inagotable). Y bien por los listillos que los escribían, porque la más sólida creencia del Director
de Marketing consistía en ganar dinero (solo para una cosa más importante: adquirir y
conservar el poder: ya estaba muy cerca del trono y no descuidaba el hecho de que una vez
allí, habría de mantenerse). Santiago tenía muy mala opinión de los autores de ese tipo de
libros, aunque la tenía peor todavía de sus lectores que, según él, no eran más que una
manada de borregos crédulos e incultos; un rebaño incapaz de pensar por sí mismo e ideal
para ser estafado. Y esto era lo que hacían los autores: una panda de charlatanes y listillos, en
su mayoría consultores, y como tales, adictos al Power Point y los diagramas. O ejecutivos
jubilados. O peor aún: formadores, profesores de Ciencias empresariales y toda la ralea de
gurús e iluminados que sin haber sido buenos ejecutivos en su inútil vida se atrevían a dar
consejos (la mayoría perogrulladas) a los demás.

En cuanto a lo de los diagramas y esquemas, Santiago tenía en su despacho una
impresora de la mejor calidad y avanzada tecnología, merced a la cual le era posible imprimir
en sus propios rollos de papel higiénico aquellos esquemas que más le habían llamado la
atención. Precisamente esa mañana acababa de imprimir uno, bastante largo, del libro que
estaba releyendo. Aquello era en realidad, más que un esquema, la mera enunciación de los
principales motivos de temor al cambio de los ejecutivos, a saber:

Miedo al cambio:

1) Por desconfianza o inseguridad en el resultado
2) Por desconfianza o inseguridad en uno mismo: A) en la capacidad. B) en la forma de
ser
3) Por desconfianza o inseguridad en los demás



1) Por desconfianza o inseguridad en el resultado:

Por temor a que la situación empeore tras el cambio (“más vale malo conocido que
bueno por conocer”).

Por miedo al fracaso.

Por temor a la pérdida (“¿cuál es el precio del cambio?”).

Por miedo natural a lo desconocido.

Por aferrarse al pasado.

Por miedo al éxito (“si triunfo, esto implicará mayor compromiso y esfuerzo”).


2. A) Por desconfianza o inseguridad en la capacidad de uno mismo:

Por vejez mental, anquilosamiento (“ya no estoy para cambios”).

Por bloqueo o ignorancia respecto al cambio (“no sé cómo cambiar”).

Por temor a perder el control de la situación.

Por baja autoestima.


2.B) Por desconfianza o inseguridad en la propia forma de ser:

Por inercia, pereza o falta de ambición.

Por soberbia o inmadurez (“soy así y no pienso cambiar”).

Por fatalismo, creencia en el Destino.

Por inadaptación (“yo no podría cambiar”).


3) Por desconfianza o inseguridad en los demás:

Por temor al juicio ajeno, al rechazo.

Por miedo a perjudicar a otros (“¿cómo les afectará el cambio?”).

Por miedo a ser engañado o utilizado.

Por miedo al ridículo (“si fracaso los demás serán testigos”).

La lista dejaba bastante que desear. La enumeración era larga (se podían haber
agrupado algunos temores). Pero construir un buen esquema requería mayores capacidades
que las que, a decir de Santiago, solían tener esos autores a los que, en el fondo, lo que les
gustaba no era la síntesis, sino todo lo contrario: el desarrollo.

Santiago Alcántara no temía, o no reconocía en sí ningún temor al cambio propiamente
dicho… siempre y cuando los cambios los originase él. Y aún no había llegado ese momento.
Por ahora se trataba de seguir esperando, de seguir acumulando poder, de estudiar las
debilidades de sus rivales y continuar preparándose en silencio. El único cambio que había en
lontananza no podía sino beneficiar directamente a Santiago.

Santiago esperaba pacientemente, desde hacía tiempo, la cada vez más cercana
jubilación del señor Santiso, Director General de Cravate, el viejo carcamal, como Santiago
solía adjetivarlo en su fuero interno. Ya se había ganado su confianza desde hacía tiempo; no
la confianza profesional (que a Santiago no le quitaba el sueño porque el departamento de
Marketing funcionaba bien), sino la confianza personal. Esa que, según Santiago, no se
ganaba, sino que había que robar todos los días un poco. Porque la gente era tacaña a la hora
de dar cualquier cosa, especialmente la confianza: débiles, asustados, rácanos, aferrados a
sus miserias, al día a día y lo cotidiano. A ir tirando; ricos y pobres, listos y tontos, todos se
comportaban igual: nadie daba nada gratis. A Santiago se lo habían inculcado así. El Director
de Marketing lo sabía bien, creía saberlo desde hacía años. Lo que no se ganaba por las
buenas había que robarlo. En realidad Santiago, en su pensamiento, no diferenciaba mucho
entre lo uno y lo otro: todo se reducía a conseguir, a lograr. Y para él, el fin justificaba los
medios.
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martes, 27 de marzo de 2012

Primeras páginas

HE AQUÍ EL COMIENZO DE MI PRIMERA NOVELA: METAMORFOSIS DEL MIEDO (HISTORIA DE UNA CORBATA),  PUBLICADA POR LA EDITORIAL ESIC EN MAYO DE ESTE AÑO


Capítulo I.  Eduardo.


“La vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otras
cosas.” (John Lennon).

 A las 11.15 de la mañana de uno de los primeros días de un marzo inusualmente
soleado, Héctor Camarasa, Director del departamento de Recursos Humanos de Cravate
S.A.U., (empresa líder en su sector a nivel nacional) se preparaba esperanzado en su
despacho para la llegada de un consultor. Su esperanza se basaba en la posibilidad de que
esa visita fuera el primer paso para que las cosas empezaran a cambiar en su empresa.
A esa misma hora el señor Santiso, Director General de Cravate, estaba terminado su
segundo desayuno en una cafetería cercana, satisfecho de cómo iban las cosas en la empresa,
de sí mismo y de la vida en general. Santiso llegaba pronto a su trabajo y después bajaba a la
cafetería. Leía el mismo periódico y saludaba a los mismos camareros. Se sentía cómodo y
protegido en la rutina y recelaba de cuanto supusiera un cambio. No se acordaba para nada de
la visita prevista del consultor, que había borrado de su memoria en un acto reflejo de defensa
propia. A fin de cuentas eso era cosa de sus muchachos, como solía llamar con paternalismo
en su fuero interno a los directivos más próximos a él.
Mientras tanto, el director del departamento de Marketing, Santiago Alcántara, estaba a
punto de acudir a una reunión que había convocado con su equipo al saber de la llegada del
consultor. Era una buena excusa para estar ocupado cuando este llegara. No es que temiera la
llegada del consultor; al contrario: todo iba saliendo conforme a los planes previos. Y
precisamente por eso Santiago no tenía interés, ni mucho menos necesidad, ni ningún motivo
especial para estar en entrevistas de las que él era, en última instancia y por motivos ocultos, el artífice. Su reunión de equipo era una excusa, sobre todo, de cara a Héctor, quien durante la
mañana le había insistido para que estuviera presente. Santiago le había respondido con
evasivas primero y con excusas después: “Estoy seguro de que te las apañarás muy bien a
solas con el consultor durante la primera entrevista, Héctor”, le había dicho por fin. No quería
incomodar abiertamente a su compañero… todavía.

Eduardo Rojo, el consultor de la empresa Infovimsa citado en Cravate esa mañana,
desconocía, por su parte, que era impacientemente esperado por uno, ignorado por otro y
esquivado por el tercero, pues a esas horas ya tenía otros problemas. Podía decirse sin el más
mínimo temor de exagerar que la mañana se le había ido torciendo de la forma más
inesperada.

Eduardo tenía, cuando se despertó, pocas ganas de desayunar y no sentía, como otras
mañanas, la necesidad casi física de afeitarse. Por lo demás, era una mañana absolutamente
normal: no se planteaba si le apetecía o no acudir al trabajo; de eso solía tomar conciencia más
tarde, en el coche, y la mayoría de las veces la respuesta era sí. De eso no se daba cuenta
Eduardo, pero era algo que ya lo diferenciaba de una considerable cantidad de personas.
A medida que se terminaba de despertar le resultaba más evidente que no tenía ganas
de desayunar, así que optó por ducharse primero. Una ducha templada tirando a fresca, de
esas con un ligero toque masoquista pero reconfortarte que lo obligan a uno a despabilarse por  completo y dejar atrás todo lo que no sea el presente inmediato.
Bajo el agua aún, se pasó la mano por la cara y le llamó un poco la atención la falta de
barba erizada. Le pareció curioso, pero no le importó: así sería todo más fácil. Aquello incluso
lo hacía sentir más joven.
Cerró el grifo y tomó el albornoz, que se le cayó cuando intentaba ponérselo con medio
cuerpo ya fuera de la ducha. Volvió a caérsele la segunda vez que lo intentó.
“Estoy tonto esta mañana”, se dijo sin malhumorarse.
Volvió a enfundárselo de nuevo y se ató bien el cinturón, esta vez sin asomarse entre las
cortinas.

El albornoz cayó al suelo de la bañera.
Quedó allí empapándose lentamente de restos de jabón y agua mientras Eduardo lo
contemplaba absorto. Ahora estaba seguro de que si se lo intentaba poner, se le volvería a
caer inexplicablemente. Con cuidado de no enredarse en él, pisó fuera de la ducha y se calzó
cauteloso. Gotas de agua continuas caían junto a las zapatillas.
Por otra parte algo curioso sucedía en el espejo, que ya se estaba desempañando con
rapidez: “¿cuándo me he puesto yo esta corbata?”, no tuvo más remedio que preguntarse
Eduardo al verse reflejado, (aunque lo de verse reflejado resultaba discutible, puesto que lo
único que se veía con claridad era la corbata, anudada y de un rosa un tanto chillón, que no
formaba parte de su vestuario).
Al hacer el gesto de pasar la mano por la superficie del espejo para limpiarla, en algún recoveco de la mente de Eduardo (aunque no había leído a Kafka ni a Shakespeare ni mucho menos a Ovidio), la solución ya se había vuelto desagradablemente nítida. Supo la verdad antes de terminar de limpiar el espejo y, quizá porque de algún modo lo sospechara, no lo sorprendió no ver su cuerpo reflejado. Pero el hecho de que no lo sorprendiera estaba bastante lejos en realidad de significar algo parecido a que lo aliviara. Aunque tardase un poco más en darse cuenta o en tomar conciencia de que se había dado cuenta, lo cierto es que el espejo lo había limpiado con la corbata, ya empapada por la ducha. Sentía mojado el cuerpo. Un reguero de gotas lo siguió por la habitación cuando se dirigió de manera automática al sofá. “¡Santo Cielo! ¿Qué me pasa?”.
Cuando iba a sentarse en el borde con los codos apoyados sobres las rodillas y la
cabeza entre las manos con aire de grave preocupación, en el preciso momento en que iba a
tomar contacto con el cojín, Eduardo se deslizó hasta el suelo. Allí quedó tendido durante un
largo rato, vencido por el estupor y la sensación de derrota.
El sofá desde el que acababa de resbalarse tenía a su derecha una pequeña mesita
sobre la que se acomodaba el teléfono y, más o menos enfrente, un mueble librería con el
televisor. Al lado del mueble librería estaba, todavía apoyado en la pared, el espejo grande
recién comprado, que Eduardo esperaba instalar en el dormitorio cuando tuviese tiempo. El
consultor había quedado justo frente a ese espejo: en su superficie se reflejaba el sofá (con
una pequeña mancha de humedad en el cojín sobre el que intentara sentarse) y la corbata rosa en el suelo, en medio de un pequeño charco.
Ni rastro de Eduardo. Mejor dicho: del Eduardo de siempre, del que trabajaba en la
consultoría Infovimsa Consulting S.A., del que anoche había tomado unas cañas con sus
compañeros a la salida del trabajo y, como de costumbre, había vuelto temprano a su casa.
Anoche se había felicitado en secreto por el trabajo que le acababan de encargar: llevar (¡él
solo!) la consultoría de una empresa cliente: nada menos que una empresa del calibre de
Cravate. Aquello bien podría suponerle el ascenso a junior partner a no mucho tardar, si todo
iba bien. Luego había cenado frugalmente viendo su programa favorito de televisión. Después
había repasado sus notas sobre Cravate, había consultado Internet y, tras repasar su agenda,
se había acostado no muy tarde.

Solo que ese Eduardo estaba ahora en el suelo de su salón, mojado, empezando a
sentir frío y a punto de pasar de su estado de estupefacción a una crisis de pánico.
Con los ojos cerrados, tocándose las sienes, intentó recordar qué podía haber hecho –o
dejado de hacer– para haber originado aquella situación. Nada de lo que hubiera cenado podía
haberle sentado mal… apenas había tomado alcohol: no sentía ningún trastorno físico, nada le
dolía.
Eduardo carraspeó.
–¿Qué me está pasando? – dijo esta vez en voz alta para comprobar que su voz seguía
siendo la de siempre.
Abrió los ojos, todavía desde el suelo. La habitación parecía mucho más grande. “Es por
la perspectiva”, se dijo. “Que no cunda el pánico”.
Se incorporó despacio hasta quedar sentado en el suelo y recostada la espalda contra
el sofá. Alzó la vista y su mirada cayó frontal en el espejo de enfrente, que le devolvió la
imagen de la corbata, caída junto al sofá, anudada todavía, como la que había visto en el
cuarto de baño: daba la sensación de que alguien con prisas la hubiera tirado sobre el mueble
de cualquier manera y se hubiera resbalado hasta el suelo. El charquito seguía también ahí.
Pero ni rastro de Eduardo en el espejo.
Instintivamente se palpó nervioso: brazos, piernas, cabeza. Todo en su sitio, al menos al
tacto. Inclinó la cabeza para verse directamente sin necesidad del espejo maldito.
“¡Dios!”
Vio una enorme franja de tela rosada que se ensanchaba conforme se alejaba de su
mirada hasta terminar en un gran triángulo allí donde suponía que debían estar sus pies. Se
estaba empezando a secar. Se puso en pie de un salto y dio unos pasos apresurados, sin
rumbo, por el salón. “No puede ser. Esto no está sucediendo”. Volvió junto al teléfono con el
impulsivo propósito de demostrar (de demostrarse a sí mismo, de demostrarle al mundo) que
llevaba razón: que aquello no podía ser y que no era. Que no estaba sucediendo.
Evitando mirar hacia el espejo descolgó el auricular y marcó el número de la empresa en
la que estaba citado. Los tonos que indicaban que la llamada se estaba levando a cabo se
sucedían con cruel parsimonia.
Uno:
-Piiiiiiiiiiii (“no está pasando”)
Dos:
–Piiiiiiiii
Tres:
–Piiiiiiii (“esto no está pasando”)
Cuatro:
–Piiiiiii (el parquet seguía mojado)
Cinco:
–Piiiiiii (“no mires, no mires al espejo”)
Seis:
–Piiiiiii
Y una voz grabada, rutinaria, todavía más cruel en su indiferencia que los pitidos, al
tratarse de algo humano le dijo:
–El número al que ha llamado no existe. El número al que ha llamado no existe. El
número…
 Después se cortó. Otra vez el silencio.
“Calma, calma, por favor”.
Eduardo volvió a marcar despacio, muy despacio. (Nue–ve, u–no, –“tranquilo, esto no te
está pasando”– cin–co, sie–te, dos, cua–ren–tai–nue–ve, cin–cuen–tai–dos).
Después, otra vez la lenta agonía de los pitidos. Pero aquello seguía siendo mejor que
mirar el espejo.
–Cravate, buenos días…
–¡Sí! –gritó Eduardo.
–Sí ¿Dígame? ¿Cravate, buenos días?
–¡Sí, sí! ¡Soy Eduardo! ¡Eduardo Rojo!
Eduardo lo decía con vehemencia, no tanto para la recepcionista que atendía su llamada
como para sí mismo y para el mundo entero.
–¿Y en qué puedo ayudarle, señor Rojo?
–Yo… yo… Tenía… ¡Tengo una cita! Eso es: tengo una entrevista esta mañana. Dentro
de dos horas. Allí, quiero decir, claro está. En Cravate. Con el Director de Recursos Humanos –
soltó de un tirón, tras los titubeos iniciales– y quería… quisiera confirmar la hora de la
entrevista y la dirección exacta de la empresa.
En lo único que Eduardo acababa de mentir era en esto último: lo único que quería era
hablar con un ser humano que lo reconociera a él también como humano.
–Muy bien, señor Rojo. No se retire, por favor: le pongo con el departamento de
Recursos Humanos.
–Gracias –respondió Eduardo desde el fondo de su alma.
Otra espera, otros pitidos menos crueles y otra voz.
–Recursos Humanos, buenos días…
Todavía no se había demostrado nada definitivo. Eduardo se apoyó en el brazo del sofá
sosteniendo el teléfono.
– Hola. Soy Eduardo Rojo. Quisiera confirmar una entrevista que tengo esta mañana con
el jefe de su departamento.
Hablaba deprisa todavía y tuvo que volver a repetir su nombre. Luego hubo una breve
pausa en la que se oía de fondo el ruido del teclado de un ordenador. En esa pausa
Eduardo hizo un movimiento que tantas personas hacen mientras esperan al teléfono:
girar la cabeza. Su mirada, lo enfrentó de nuevo con el espejo, sobre cuya superficie se
reflejaba la imagen de una corbata rosa, del tamaño típico de la mayoría de las corbatas,
arrugada o plegada sobre sí misma y apoyada en el brazo del sofá, sosteniendo junto al
nudo de manera inexplicable el teléfono. La tapicería estaba ligeramente manchada de
humedad y más abajo, sobre el parquet, se había formado un pequeño charco.
- En efecto, señor Rojo. El señor Camarasa está citado con usted a las 11:30 de esta
mañana.
- ¡No! – gritó Eduardo al verse.
El teléfono cayó al suelo.
- ¿Señor Rojo? ¿Oiga?
Eduardo se arrojó de inmediato en pos del teléfono sin reparar siquiera en que no se
hacía daño al chocar contra el suelo: era un golpe suave que no produjo sonido
alguno más allá del leve roce de una tela. Desde el otro lado del auricular la voz de la
secretaria seguía llamándolo por su apellido y mientras hubiera alguien capaz de
conocerlo y aceptar su existencia como la cosa más normal del mundo, él haría
cuanto estuviera en sus manos (¿pero qué manos?) para mantener el contacto.
- Señor Rojo, ¿sigue usted ahí?
Eduardo había caído a cierta distancia del auricular, en medio de su propio charco.
Notó enseguida que su voz, aunque gritara a pleno pulmón (pero, ¿qué pulmones?),
había disminuido notablemente de volumen.
- ¡Sí, sí, sí! – gritó Eduardo cuanto pudo, acercándose al teléfono– ¡estoy aquí!
¡Sigo aquí! ¡No cuelgue!
- ¿Señor Rojo?
- ¡Soy yo!
- Eduardo sentía la necesidad de reafirmar su identidad: “soy yo, soy yo”, porque
seguía siendo él: el mismo Eduardo de siempre; el que quería ascender a junior
partner, puntual, organizado, flexible, de costumbres fijas y un tanto aburridas;
razonablemente sociable aunque, en el fondo, con hábitos de solitario. El tipo al que
las mujeres prefieren como amigo (o como esposo) antes que como amante. El
mismo Eduardo que vivía y trabajaba día tras día y que, pese a todo, se había
levantado en forma de corbata aquella mañana.
- ¿Señor Rojo? Le confirmaba que la entrevista es a las 11:30. ¿Sucede algo?
Porque en ocasiones es necesario decidir, apostar y elegir cuál es la realidad
“real” para uno, cuál es la que se acepta y se asume como tal, Eduardo decidió que la
realidad era esa voz que lo llamaba, aquella cita que lo aguardaba, su vida y su trabajo
habituales y no el espejo ni aquella maldita pesadilla. Pero, ¿qué iba a contestar a esa
voz que preguntaba? ¿que se había convertido en corbata?
- ¿Está ahí, señor Rojo?
- Sí, sí –Eduardo se acercó al auricular y subió la voz–. Es que se me ha caído el
teléfono. Me oye bien, ¿verdad?
- Un poco débil, pero le escucho.
- Ha debido estropearse. Bien. Llamaba por la siguiente razón: ¿habría algún
inconveniente en retrasar la entrevista media hora? Ha surgido un pequeño
imprevisto y no quisiera llegar tarde.
- ¿Desea hablar con el señor Camarasa?
- ¡No, no, por favor! No es necesario. Solo quería saber si es posible retrasar media
hora la entrevista.
- Un instante… mmmm.
 Otro tecleo de fondo mientras la secretaria consultaba la agenda del director del
departamento. Seguramente estaría hablando con el propio Camarasa. Eduardo sabía
que un retraso sin avisar es malo y que avisar de un retraso de más de treinta minutos
suele equivaler a aplazar o pedir a gritos que le aplacen la entrevista. Eso en el mejor de
los casos. Y que le aplazasen la entrevista supondría para él algo con lo que no se
sentía con fuerzas para enfrentarse.
Solo media hora. Ganar tiempo.
- Efectivamente, señor Rojo, es posible desplazar la entrevista a las 12. Tomo nota
y se lo comunico al señor Camarasa. Gracias por avisar. ¿Desea algo más?
- Eso es todo… Gracias. Buenos días.
- Buenos días.
Confirmado: Eduardo existía para los demás. Su pasado reciente seguía ahí.
¿Entonces?
Eduardo colgó el teléfono con dificultad, se reacomodó en el suelo (con el gesto que en
otra situación hubiera implicado abrazarse las piernas dobladas y apoyar la frente sobre las
rodillas) y sin ninguna dificultad rompió a llorar, primero a espasmos, luego más lenta y
concienzudamente, entregándose a una natural autocompasión que no sentía desde que su
primera novia lo abandonó.

No había pasado demasiado cuando volvió a tomar el teléfono y marcar. Ya no le cabían
muchas dudas acerca de su estado, pero lo hizo por mero sentido de la responsabilidad: llamó
a su sociedad médica. Cada vez le costaba mayor esfuerzo hacerse oír y sostener el auricular,
pero había empezado a resignarse. No estaba ya muy seguro de lo que dijo cuando le
preguntaron el motivo de la llamada: alucinaciones, crisis de ansiedad; lo cierto es que ahora
estaba calmado y seguramente no había sonado nada ansioso al otro lado de la línea, pero
eso era asunto de quien tomó nota de su llamada. Dijeron que le enviaban un médico de
urgencias a su domicilio tras hacerle algunas preguntas (algunas de ellas bastante personales).

La hora de su entrevista empezaba a echársele encima.

Eduardo había cambiado sus “esto no me está sucediendo” por un “se me pasará
pronto” menos reñido con las evidencias. Había llamado a su sociedad médica particular en
vez de a la Seguridad Social porque, en lo que a Eduardo se le antojaba el peor de los casos,
si le daban una baja médica no quería tener ningún justificante en el que figurase el motivo de
manera demasiado explícita: que no lo supieran en Infovimsa. ¡Su entrevista más importante
de los últimos dos años y le venían con baja médica por ansiedad y estados alucinatorios!
La habitación (Eduardo no se había movido del salón) era ahora desmedidamente
grande. Eduardo seguía en el suelo, prácticamente seco ya. Confiaba en que el médico le
diese algo para salir del paso. De todas formas tenía que ir a Cravate, con alucinaciones o sin
ellas. Había pensado volverse a la cama con la esperanza de que todo fuera un mal sueño,
pero ahora le costaba moverse: sus pasos eran lentos y su desplazamiento inseguro; la
manera más eficaz de desplazarse era dar una serie de cortos saltitos. Aquello lo asustaba y
prefería no moverse. Ya eran las diez y media.
“Se me pasará pronto”.
 Estaba convencido de que la peor de las posibilidades era curarse pronto, pero no lo
suficientemente pronto como para llegar a tiempo a la entrevista; aun así, si tardaba un día
entero, o incluso dos, en curarse, al menos tendría una justificación médica. Pero debería
decirle adiós a su ascenso por ahora. Y quién sabe cuándo volvería a tener una oportunidad
como aquella. Porque no dudaba de que, si podía ir, haría bien su trabajo. Eduardo confiaba en
sí mismo y se sentía preparado. Al menos hasta esa mañana.
¿Y si venía el médico, lo sedaba, llamaba a una ambulancia, le ponían una camisa de
fuerza y se lo llevaban?

 Sonó el timbre del portero automático. Eduardo no se atrevió a moverse. Pasaron unos
lentos segundos durante los que daba la sensación de que todo reposara en el edificio. El
timbre volvió a sonar dos veces seguidas, apremiantes. Eduardo no se movió.
“No es posible amanecer convertido en corbata y pretender que se te pase con una
aspirina o una inyección”, se dijo en un momento de lucidez. “Esto tiene que traer
consecuencias forzosamente”.

En el silencio reinante, a cierta distancia y apagado, podía oírse el sonido de los porteros
automáticos a cuyos timbres estaba llamando el médico. Debía pensar que el enfermo no
estaba en condiciones de levantarse.
“Tengo que ir a la entrevista como sea, corbata o no. Que me recete algo y ya está. Por
si acaso no le diré al médico que me he convertido en corbata. Que me creo haber convertido,
en corbata”, se corrigió a sí mismo. “Primero dejaré que me vea y me fijaré en su expresión”.

Sonó el ruido del ascensor. “Ya está aquí. Deben haberle abierto los vecinos”: Eduardo
escuchó pasos y acto seguido el timbre de su puerta.
“Vamos allá”, se dijo y, no sin esfuerzo, se incorporó. La habitación ya era
descaradamente grande: la vista de Eduardo alcanzaba tan solo el nivel de la mesa del
comedor. Sin mirar a su alrededor se concentró en el parquet del pasillo y se dirigió a la puerta
tan deprisa como pudo, que no fue mucho. El timbre volvió a sonar.
- ¡Voy!

Al llegar a la puerta Eduardo descubrió que su punto de vista quedaba muy por debajo
de la mirilla; lo que mantenía absorto a Eduardo era cómo abrir una cerradura que
también quedaba fuera de su alcance.