A veces me pregunto ¿y qué pasa si Marina no viene? Hoy, cansado de las tareas, del calor y también de holgazanear, es una de esas veces.
Marina
es una mujer rubia cuyo rostro sería cuadrado, pero no demasiado anguloso.
Tiene la cara suficientemente redondeada (a pesar de la firmeza en mandíbulas y
mentón, realzadas por la frente recta) como para que no se le marquen esos
encantadores hoyuelos al burlarse de mi con picardía. Pero su carácter afirma
que, pese a que jamás se le hayan marcado tales hoyuelos inexistentes, es de
las que los tienen… en el corazón. Aunque es más bella: de una femineidad a veces
egregia, en especial de perfil, cuyas expresiones podrían confundirse con
frialdad o altivez por ojos inexpertos de varones que no llevasen tanto tiempo enamorados de ella.
Marina
a veces tiene un nombre distinto… No sé si Miriam, Bárbara o Mónica. Puede que
más solemne.
Marina
sabe montar a caballo y, lo que es más: sabe montar a caballo con música de Händel
por el Paseo del Prado, perfectamente instalada a comienzos del siglo XXI. De
hecho, su sombrero de tres picos le queda de maravilla: en especial en
entretiempo, cuando luce su corta trenza rubia con chaleco verde claro, o
mostaza a veces, sobre blusa blanca de manga larga, siempre al atardecer.
Cabalga
siempre a mi izquierda (que es el lado del cual los caballeros diestros
acompañan a la dama, dicen que por aquello de tener libre el brazo de la
espada) y solemos ir desde Montalbán a las proximidades de Atocha. Aunque
cuando la vi por vez primera ella cabalgaba entrando en mi campo visual desde mi derecha: me encontraba a pie y
parecía invierno porque Marina lucía una guerrera roja y media melena lisa
apenas ondeada por un suave viento que, de tarde en tarde, la hacía llevarse
una mano enguantada en cuero al rostro para apartarse un mechón.
Creo que estaba en un desfile o comitiva. Su
montura llevaba un trote corto que, con Händel o sin él, hubiera resultado
mortífero en la estación anterior si solo vistiera blusa, desprovista de
chaleco y guerrera. Pero tuve la fortuna de no quedar boquiabierto.
Me
miró de soslayo solo un instante, casi con desdén al notar mi vista fija. Pero
pronto volvió a posar los ojos en mi, justo antes de rebasarme, con media
sonrisa antes sabia que coqueta. Aquello bastó.
Llevo
casi dos semanas enamorado, semanas en las cuales han transcurrido meses y
dentro de estos, cerca de un año. En consecuencia, ahora que todavía nos basta
con las miradas y los breves pero frecuentes paseos a caballo por El Prado, voy
poniendo cuidado cada noche y mañana en parecerme al hombre del cual Marina se
enamoraría.
Pongo
cuidado en ser mejor persona y más equilibrado, adulto con una mezcla de
desenfado en las maneras y gran seriedad en la mirada. Pongo cuidado en hacerme
con un capital. Pongo cuidado en lo que escribo. Incluso me exfolio, me hidrato
y tal vez me tonifique un día. Pongo cuidado en no ser petulante ni un advenedizo. Ni
un petimetre. En no resultar ridículo.
Sobre
todo pongo cuidado en no parecerme a Barry Lyndon ni a Dick Turpin. Ni siquiera
a Scaramouche (¡ya me gustaría! Pero a ella no). Porque Marina es de las que prefieren
un admirador constante a un pícaro melodramático.
En
definitiva: pongo muy buen cuidado en ofrecer esa versión de mi mismo, hoy tan
lejana que parece inalcanzable.
Por
eso hay momentos, como hoy, en los que resulta inevitable preguntarse ¿y si
Marina no aparece? ¿Y
si Mónica no sale con su amiga de un garito de Lavapiés justo cuando estoy a
punto de entrar (lleva chaqueta corta de cuero marrón y suéter negro) justo a
tiempo de clavarme una mirada de esas de “hoy estoy con mi amiga, pero la
próxima vez que nos encontremos…?” ¿Y
si Bárbara no frecuenta los mismos madriles que yo o desdeña los atardeceres
incluso en Sabatini o es una turista más, de paso?
Y
entonces, escribo escuchando el Romeo y Julieta de Prokofiev antes
de irme a dormir. Y entonces me digo que si Marina no aparece al menos habré
intentado ser digno de ella.
Al menos me habré reconciliado con Händel (tan inglés y alemán, tan poco romántico él).
Y conmigo.
Incluso es posible que desempolve
mis botas y vuelva a montar a caballo. O que aprenda a bailar Bossa-nova,
porque nunca se sabe…
¡Hay
tánto que hacer!
Por
eso: no tengas prisa, Marina; todavía es verano, el tiempo que nos gusta no
parece inminente y mientras haya horas en las que caben semanas y semanas que
se dividen en meses, podré continuar ganando tiempo. Tiempo para mi.
Para
que pueda llegar un tiempo de ambos.
Un tempo
di valse…para variar.