martes, 27 de marzo de 2012

Primeras páginas

HE AQUÍ EL COMIENZO DE MI PRIMERA NOVELA: METAMORFOSIS DEL MIEDO (HISTORIA DE UNA CORBATA),  PUBLICADA POR LA EDITORIAL ESIC EN MAYO DE ESTE AÑO


Capítulo I.  Eduardo.


“La vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otras
cosas.” (John Lennon).

 A las 11.15 de la mañana de uno de los primeros días de un marzo inusualmente
soleado, Héctor Camarasa, Director del departamento de Recursos Humanos de Cravate
S.A.U., (empresa líder en su sector a nivel nacional) se preparaba esperanzado en su
despacho para la llegada de un consultor. Su esperanza se basaba en la posibilidad de que
esa visita fuera el primer paso para que las cosas empezaran a cambiar en su empresa.
A esa misma hora el señor Santiso, Director General de Cravate, estaba terminado su
segundo desayuno en una cafetería cercana, satisfecho de cómo iban las cosas en la empresa,
de sí mismo y de la vida en general. Santiso llegaba pronto a su trabajo y después bajaba a la
cafetería. Leía el mismo periódico y saludaba a los mismos camareros. Se sentía cómodo y
protegido en la rutina y recelaba de cuanto supusiera un cambio. No se acordaba para nada de
la visita prevista del consultor, que había borrado de su memoria en un acto reflejo de defensa
propia. A fin de cuentas eso era cosa de sus muchachos, como solía llamar con paternalismo
en su fuero interno a los directivos más próximos a él.
Mientras tanto, el director del departamento de Marketing, Santiago Alcántara, estaba a
punto de acudir a una reunión que había convocado con su equipo al saber de la llegada del
consultor. Era una buena excusa para estar ocupado cuando este llegara. No es que temiera la
llegada del consultor; al contrario: todo iba saliendo conforme a los planes previos. Y
precisamente por eso Santiago no tenía interés, ni mucho menos necesidad, ni ningún motivo
especial para estar en entrevistas de las que él era, en última instancia y por motivos ocultos, el artífice. Su reunión de equipo era una excusa, sobre todo, de cara a Héctor, quien durante la
mañana le había insistido para que estuviera presente. Santiago le había respondido con
evasivas primero y con excusas después: “Estoy seguro de que te las apañarás muy bien a
solas con el consultor durante la primera entrevista, Héctor”, le había dicho por fin. No quería
incomodar abiertamente a su compañero… todavía.

Eduardo Rojo, el consultor de la empresa Infovimsa citado en Cravate esa mañana,
desconocía, por su parte, que era impacientemente esperado por uno, ignorado por otro y
esquivado por el tercero, pues a esas horas ya tenía otros problemas. Podía decirse sin el más
mínimo temor de exagerar que la mañana se le había ido torciendo de la forma más
inesperada.

Eduardo tenía, cuando se despertó, pocas ganas de desayunar y no sentía, como otras
mañanas, la necesidad casi física de afeitarse. Por lo demás, era una mañana absolutamente
normal: no se planteaba si le apetecía o no acudir al trabajo; de eso solía tomar conciencia más
tarde, en el coche, y la mayoría de las veces la respuesta era sí. De eso no se daba cuenta
Eduardo, pero era algo que ya lo diferenciaba de una considerable cantidad de personas.
A medida que se terminaba de despertar le resultaba más evidente que no tenía ganas
de desayunar, así que optó por ducharse primero. Una ducha templada tirando a fresca, de
esas con un ligero toque masoquista pero reconfortarte que lo obligan a uno a despabilarse por  completo y dejar atrás todo lo que no sea el presente inmediato.
Bajo el agua aún, se pasó la mano por la cara y le llamó un poco la atención la falta de
barba erizada. Le pareció curioso, pero no le importó: así sería todo más fácil. Aquello incluso
lo hacía sentir más joven.
Cerró el grifo y tomó el albornoz, que se le cayó cuando intentaba ponérselo con medio
cuerpo ya fuera de la ducha. Volvió a caérsele la segunda vez que lo intentó.
“Estoy tonto esta mañana”, se dijo sin malhumorarse.
Volvió a enfundárselo de nuevo y se ató bien el cinturón, esta vez sin asomarse entre las
cortinas.

El albornoz cayó al suelo de la bañera.
Quedó allí empapándose lentamente de restos de jabón y agua mientras Eduardo lo
contemplaba absorto. Ahora estaba seguro de que si se lo intentaba poner, se le volvería a
caer inexplicablemente. Con cuidado de no enredarse en él, pisó fuera de la ducha y se calzó
cauteloso. Gotas de agua continuas caían junto a las zapatillas.
Por otra parte algo curioso sucedía en el espejo, que ya se estaba desempañando con
rapidez: “¿cuándo me he puesto yo esta corbata?”, no tuvo más remedio que preguntarse
Eduardo al verse reflejado, (aunque lo de verse reflejado resultaba discutible, puesto que lo
único que se veía con claridad era la corbata, anudada y de un rosa un tanto chillón, que no
formaba parte de su vestuario).
Al hacer el gesto de pasar la mano por la superficie del espejo para limpiarla, en algún recoveco de la mente de Eduardo (aunque no había leído a Kafka ni a Shakespeare ni mucho menos a Ovidio), la solución ya se había vuelto desagradablemente nítida. Supo la verdad antes de terminar de limpiar el espejo y, quizá porque de algún modo lo sospechara, no lo sorprendió no ver su cuerpo reflejado. Pero el hecho de que no lo sorprendiera estaba bastante lejos en realidad de significar algo parecido a que lo aliviara. Aunque tardase un poco más en darse cuenta o en tomar conciencia de que se había dado cuenta, lo cierto es que el espejo lo había limpiado con la corbata, ya empapada por la ducha. Sentía mojado el cuerpo. Un reguero de gotas lo siguió por la habitación cuando se dirigió de manera automática al sofá. “¡Santo Cielo! ¿Qué me pasa?”.
Cuando iba a sentarse en el borde con los codos apoyados sobres las rodillas y la
cabeza entre las manos con aire de grave preocupación, en el preciso momento en que iba a
tomar contacto con el cojín, Eduardo se deslizó hasta el suelo. Allí quedó tendido durante un
largo rato, vencido por el estupor y la sensación de derrota.
El sofá desde el que acababa de resbalarse tenía a su derecha una pequeña mesita
sobre la que se acomodaba el teléfono y, más o menos enfrente, un mueble librería con el
televisor. Al lado del mueble librería estaba, todavía apoyado en la pared, el espejo grande
recién comprado, que Eduardo esperaba instalar en el dormitorio cuando tuviese tiempo. El
consultor había quedado justo frente a ese espejo: en su superficie se reflejaba el sofá (con
una pequeña mancha de humedad en el cojín sobre el que intentara sentarse) y la corbata rosa en el suelo, en medio de un pequeño charco.
Ni rastro de Eduardo. Mejor dicho: del Eduardo de siempre, del que trabajaba en la
consultoría Infovimsa Consulting S.A., del que anoche había tomado unas cañas con sus
compañeros a la salida del trabajo y, como de costumbre, había vuelto temprano a su casa.
Anoche se había felicitado en secreto por el trabajo que le acababan de encargar: llevar (¡él
solo!) la consultoría de una empresa cliente: nada menos que una empresa del calibre de
Cravate. Aquello bien podría suponerle el ascenso a junior partner a no mucho tardar, si todo
iba bien. Luego había cenado frugalmente viendo su programa favorito de televisión. Después
había repasado sus notas sobre Cravate, había consultado Internet y, tras repasar su agenda,
se había acostado no muy tarde.

Solo que ese Eduardo estaba ahora en el suelo de su salón, mojado, empezando a
sentir frío y a punto de pasar de su estado de estupefacción a una crisis de pánico.
Con los ojos cerrados, tocándose las sienes, intentó recordar qué podía haber hecho –o
dejado de hacer– para haber originado aquella situación. Nada de lo que hubiera cenado podía
haberle sentado mal… apenas había tomado alcohol: no sentía ningún trastorno físico, nada le
dolía.
Eduardo carraspeó.
–¿Qué me está pasando? – dijo esta vez en voz alta para comprobar que su voz seguía
siendo la de siempre.
Abrió los ojos, todavía desde el suelo. La habitación parecía mucho más grande. “Es por
la perspectiva”, se dijo. “Que no cunda el pánico”.
Se incorporó despacio hasta quedar sentado en el suelo y recostada la espalda contra
el sofá. Alzó la vista y su mirada cayó frontal en el espejo de enfrente, que le devolvió la
imagen de la corbata, caída junto al sofá, anudada todavía, como la que había visto en el
cuarto de baño: daba la sensación de que alguien con prisas la hubiera tirado sobre el mueble
de cualquier manera y se hubiera resbalado hasta el suelo. El charquito seguía también ahí.
Pero ni rastro de Eduardo en el espejo.
Instintivamente se palpó nervioso: brazos, piernas, cabeza. Todo en su sitio, al menos al
tacto. Inclinó la cabeza para verse directamente sin necesidad del espejo maldito.
“¡Dios!”
Vio una enorme franja de tela rosada que se ensanchaba conforme se alejaba de su
mirada hasta terminar en un gran triángulo allí donde suponía que debían estar sus pies. Se
estaba empezando a secar. Se puso en pie de un salto y dio unos pasos apresurados, sin
rumbo, por el salón. “No puede ser. Esto no está sucediendo”. Volvió junto al teléfono con el
impulsivo propósito de demostrar (de demostrarse a sí mismo, de demostrarle al mundo) que
llevaba razón: que aquello no podía ser y que no era. Que no estaba sucediendo.
Evitando mirar hacia el espejo descolgó el auricular y marcó el número de la empresa en
la que estaba citado. Los tonos que indicaban que la llamada se estaba levando a cabo se
sucedían con cruel parsimonia.
Uno:
-Piiiiiiiiiiii (“no está pasando”)
Dos:
–Piiiiiiiii
Tres:
–Piiiiiiii (“esto no está pasando”)
Cuatro:
–Piiiiiii (el parquet seguía mojado)
Cinco:
–Piiiiiii (“no mires, no mires al espejo”)
Seis:
–Piiiiiii
Y una voz grabada, rutinaria, todavía más cruel en su indiferencia que los pitidos, al
tratarse de algo humano le dijo:
–El número al que ha llamado no existe. El número al que ha llamado no existe. El
número…
 Después se cortó. Otra vez el silencio.
“Calma, calma, por favor”.
Eduardo volvió a marcar despacio, muy despacio. (Nue–ve, u–no, –“tranquilo, esto no te
está pasando”– cin–co, sie–te, dos, cua–ren–tai–nue–ve, cin–cuen–tai–dos).
Después, otra vez la lenta agonía de los pitidos. Pero aquello seguía siendo mejor que
mirar el espejo.
–Cravate, buenos días…
–¡Sí! –gritó Eduardo.
–Sí ¿Dígame? ¿Cravate, buenos días?
–¡Sí, sí! ¡Soy Eduardo! ¡Eduardo Rojo!
Eduardo lo decía con vehemencia, no tanto para la recepcionista que atendía su llamada
como para sí mismo y para el mundo entero.
–¿Y en qué puedo ayudarle, señor Rojo?
–Yo… yo… Tenía… ¡Tengo una cita! Eso es: tengo una entrevista esta mañana. Dentro
de dos horas. Allí, quiero decir, claro está. En Cravate. Con el Director de Recursos Humanos –
soltó de un tirón, tras los titubeos iniciales– y quería… quisiera confirmar la hora de la
entrevista y la dirección exacta de la empresa.
En lo único que Eduardo acababa de mentir era en esto último: lo único que quería era
hablar con un ser humano que lo reconociera a él también como humano.
–Muy bien, señor Rojo. No se retire, por favor: le pongo con el departamento de
Recursos Humanos.
–Gracias –respondió Eduardo desde el fondo de su alma.
Otra espera, otros pitidos menos crueles y otra voz.
–Recursos Humanos, buenos días…
Todavía no se había demostrado nada definitivo. Eduardo se apoyó en el brazo del sofá
sosteniendo el teléfono.
– Hola. Soy Eduardo Rojo. Quisiera confirmar una entrevista que tengo esta mañana con
el jefe de su departamento.
Hablaba deprisa todavía y tuvo que volver a repetir su nombre. Luego hubo una breve
pausa en la que se oía de fondo el ruido del teclado de un ordenador. En esa pausa
Eduardo hizo un movimiento que tantas personas hacen mientras esperan al teléfono:
girar la cabeza. Su mirada, lo enfrentó de nuevo con el espejo, sobre cuya superficie se
reflejaba la imagen de una corbata rosa, del tamaño típico de la mayoría de las corbatas,
arrugada o plegada sobre sí misma y apoyada en el brazo del sofá, sosteniendo junto al
nudo de manera inexplicable el teléfono. La tapicería estaba ligeramente manchada de
humedad y más abajo, sobre el parquet, se había formado un pequeño charco.
- En efecto, señor Rojo. El señor Camarasa está citado con usted a las 11:30 de esta
mañana.
- ¡No! – gritó Eduardo al verse.
El teléfono cayó al suelo.
- ¿Señor Rojo? ¿Oiga?
Eduardo se arrojó de inmediato en pos del teléfono sin reparar siquiera en que no se
hacía daño al chocar contra el suelo: era un golpe suave que no produjo sonido
alguno más allá del leve roce de una tela. Desde el otro lado del auricular la voz de la
secretaria seguía llamándolo por su apellido y mientras hubiera alguien capaz de
conocerlo y aceptar su existencia como la cosa más normal del mundo, él haría
cuanto estuviera en sus manos (¿pero qué manos?) para mantener el contacto.
- Señor Rojo, ¿sigue usted ahí?
Eduardo había caído a cierta distancia del auricular, en medio de su propio charco.
Notó enseguida que su voz, aunque gritara a pleno pulmón (pero, ¿qué pulmones?),
había disminuido notablemente de volumen.
- ¡Sí, sí, sí! – gritó Eduardo cuanto pudo, acercándose al teléfono– ¡estoy aquí!
¡Sigo aquí! ¡No cuelgue!
- ¿Señor Rojo?
- ¡Soy yo!
- Eduardo sentía la necesidad de reafirmar su identidad: “soy yo, soy yo”, porque
seguía siendo él: el mismo Eduardo de siempre; el que quería ascender a junior
partner, puntual, organizado, flexible, de costumbres fijas y un tanto aburridas;
razonablemente sociable aunque, en el fondo, con hábitos de solitario. El tipo al que
las mujeres prefieren como amigo (o como esposo) antes que como amante. El
mismo Eduardo que vivía y trabajaba día tras día y que, pese a todo, se había
levantado en forma de corbata aquella mañana.
- ¿Señor Rojo? Le confirmaba que la entrevista es a las 11:30. ¿Sucede algo?
Porque en ocasiones es necesario decidir, apostar y elegir cuál es la realidad
“real” para uno, cuál es la que se acepta y se asume como tal, Eduardo decidió que la
realidad era esa voz que lo llamaba, aquella cita que lo aguardaba, su vida y su trabajo
habituales y no el espejo ni aquella maldita pesadilla. Pero, ¿qué iba a contestar a esa
voz que preguntaba? ¿que se había convertido en corbata?
- ¿Está ahí, señor Rojo?
- Sí, sí –Eduardo se acercó al auricular y subió la voz–. Es que se me ha caído el
teléfono. Me oye bien, ¿verdad?
- Un poco débil, pero le escucho.
- Ha debido estropearse. Bien. Llamaba por la siguiente razón: ¿habría algún
inconveniente en retrasar la entrevista media hora? Ha surgido un pequeño
imprevisto y no quisiera llegar tarde.
- ¿Desea hablar con el señor Camarasa?
- ¡No, no, por favor! No es necesario. Solo quería saber si es posible retrasar media
hora la entrevista.
- Un instante… mmmm.
 Otro tecleo de fondo mientras la secretaria consultaba la agenda del director del
departamento. Seguramente estaría hablando con el propio Camarasa. Eduardo sabía
que un retraso sin avisar es malo y que avisar de un retraso de más de treinta minutos
suele equivaler a aplazar o pedir a gritos que le aplacen la entrevista. Eso en el mejor de
los casos. Y que le aplazasen la entrevista supondría para él algo con lo que no se
sentía con fuerzas para enfrentarse.
Solo media hora. Ganar tiempo.
- Efectivamente, señor Rojo, es posible desplazar la entrevista a las 12. Tomo nota
y se lo comunico al señor Camarasa. Gracias por avisar. ¿Desea algo más?
- Eso es todo… Gracias. Buenos días.
- Buenos días.
Confirmado: Eduardo existía para los demás. Su pasado reciente seguía ahí.
¿Entonces?
Eduardo colgó el teléfono con dificultad, se reacomodó en el suelo (con el gesto que en
otra situación hubiera implicado abrazarse las piernas dobladas y apoyar la frente sobre las
rodillas) y sin ninguna dificultad rompió a llorar, primero a espasmos, luego más lenta y
concienzudamente, entregándose a una natural autocompasión que no sentía desde que su
primera novia lo abandonó.

No había pasado demasiado cuando volvió a tomar el teléfono y marcar. Ya no le cabían
muchas dudas acerca de su estado, pero lo hizo por mero sentido de la responsabilidad: llamó
a su sociedad médica. Cada vez le costaba mayor esfuerzo hacerse oír y sostener el auricular,
pero había empezado a resignarse. No estaba ya muy seguro de lo que dijo cuando le
preguntaron el motivo de la llamada: alucinaciones, crisis de ansiedad; lo cierto es que ahora
estaba calmado y seguramente no había sonado nada ansioso al otro lado de la línea, pero
eso era asunto de quien tomó nota de su llamada. Dijeron que le enviaban un médico de
urgencias a su domicilio tras hacerle algunas preguntas (algunas de ellas bastante personales).

La hora de su entrevista empezaba a echársele encima.

Eduardo había cambiado sus “esto no me está sucediendo” por un “se me pasará
pronto” menos reñido con las evidencias. Había llamado a su sociedad médica particular en
vez de a la Seguridad Social porque, en lo que a Eduardo se le antojaba el peor de los casos,
si le daban una baja médica no quería tener ningún justificante en el que figurase el motivo de
manera demasiado explícita: que no lo supieran en Infovimsa. ¡Su entrevista más importante
de los últimos dos años y le venían con baja médica por ansiedad y estados alucinatorios!
La habitación (Eduardo no se había movido del salón) era ahora desmedidamente
grande. Eduardo seguía en el suelo, prácticamente seco ya. Confiaba en que el médico le
diese algo para salir del paso. De todas formas tenía que ir a Cravate, con alucinaciones o sin
ellas. Había pensado volverse a la cama con la esperanza de que todo fuera un mal sueño,
pero ahora le costaba moverse: sus pasos eran lentos y su desplazamiento inseguro; la
manera más eficaz de desplazarse era dar una serie de cortos saltitos. Aquello lo asustaba y
prefería no moverse. Ya eran las diez y media.
“Se me pasará pronto”.
 Estaba convencido de que la peor de las posibilidades era curarse pronto, pero no lo
suficientemente pronto como para llegar a tiempo a la entrevista; aun así, si tardaba un día
entero, o incluso dos, en curarse, al menos tendría una justificación médica. Pero debería
decirle adiós a su ascenso por ahora. Y quién sabe cuándo volvería a tener una oportunidad
como aquella. Porque no dudaba de que, si podía ir, haría bien su trabajo. Eduardo confiaba en
sí mismo y se sentía preparado. Al menos hasta esa mañana.
¿Y si venía el médico, lo sedaba, llamaba a una ambulancia, le ponían una camisa de
fuerza y se lo llevaban?

 Sonó el timbre del portero automático. Eduardo no se atrevió a moverse. Pasaron unos
lentos segundos durante los que daba la sensación de que todo reposara en el edificio. El
timbre volvió a sonar dos veces seguidas, apremiantes. Eduardo no se movió.
“No es posible amanecer convertido en corbata y pretender que se te pase con una
aspirina o una inyección”, se dijo en un momento de lucidez. “Esto tiene que traer
consecuencias forzosamente”.

En el silencio reinante, a cierta distancia y apagado, podía oírse el sonido de los porteros
automáticos a cuyos timbres estaba llamando el médico. Debía pensar que el enfermo no
estaba en condiciones de levantarse.
“Tengo que ir a la entrevista como sea, corbata o no. Que me recete algo y ya está. Por
si acaso no le diré al médico que me he convertido en corbata. Que me creo haber convertido,
en corbata”, se corrigió a sí mismo. “Primero dejaré que me vea y me fijaré en su expresión”.

Sonó el ruido del ascensor. “Ya está aquí. Deben haberle abierto los vecinos”: Eduardo
escuchó pasos y acto seguido el timbre de su puerta.
“Vamos allá”, se dijo y, no sin esfuerzo, se incorporó. La habitación ya era
descaradamente grande: la vista de Eduardo alcanzaba tan solo el nivel de la mesa del
comedor. Sin mirar a su alrededor se concentró en el parquet del pasillo y se dirigió a la puerta
tan deprisa como pudo, que no fue mucho. El timbre volvió a sonar.
- ¡Voy!

Al llegar a la puerta Eduardo descubrió que su punto de vista quedaba muy por debajo
de la mirilla; lo que mantenía absorto a Eduardo era cómo abrir una cerradura que
también quedaba fuera de su alcance.

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