lunes, 16 de abril de 2012



Así quiero ser de mayor

Terceras páginas



Por si todavía hay alguien que cree que he escrito un libro de autoayuda o estrictamente empresarial, me permito incluir a continuación un fragmento del segundo capítulo. Espero que os guste.

Capitulo II     Mr. Parker

“Los barcos están seguros en el puerto, pero no han sido hechos para eso.”
(Proverbio inglés).


Santiago Alcántara, Director del departamento de Marketing de Cravate releía,
venciendo la natural repugnancia que le inspiraba, un libro de management acerca de los
principales temores ante el cambio que experimentan los ejecutivos. Solía leer ese tipo de
libros con cierta frecuencia, más que nada para estar al día y poder citar frases o conceptos,
durante las reuniones, que le ayudaran a salir del paso sin tener que efectuar cambios en su
manera de hacer las cosas. Pese a su experiencia, a Santiago no dejaba de hacerle gracia el
efecto que producían ciertas frases de esos libros en sus oyentes: el silencio de sus
interlocutores acomplejados y la admiración de quienes, aunque menos acomplejados,
tampoco estaban demasiado familiarizados con ciertos términos.

“¡Libros de mágicos consejos para el marketing!, de coaching, PNL, liderazgo
empresarial, libros de trabajo en equipo, libros de ratones, el Eneagrama y la madre que parió
al peneque! ¡Y qué títulos! Cinco claves para el éxito, Cien trucos para directivos, Los diez
pasos del management... Siempre con números, números redondos, números de connotación
simbolista, números fáciles de retener en la mollera del consumidor. Y citas muchas citas.
Ningún idiota se atrevía a escribirlos sin encabezar algún capítulo con una frase de Peter
Drucker, Golemann o Sun–Tzu”.

Así pensaba Santiago.

Lo que a él le gustaba todavía no se había escrito: una especie de manual de artes
marciales para el liderazgo y el marketing, que era lo que él venía practicando desde hacía casi
diez años. En cuanto a estrategia, el general Sun–Tzu estaba de moda (lo había puesto de
moda una película de James Bond en los 90) y era de obligada mención para cualquiera que
quisiera escribir sobre estrategia. Como cita literaria, claro está, porque en la bibliografía pocos
se atrevían a poner que habían consultado El arte de la guerra. Pero a Santiago le era más
fácil identificarse con Napoleón que con un chino difuso y milenario del que no se sabía que
hubiera hecho gran cosa, salvo escribir un libro.

En opinión de Santiago, esos libros eran guías escritas por falsos profetas, pero eran
libros que se vendían. ¡Bien por las editoriales, capaces de hacerse mercado entre los
ingenuos! (porque, a decir de Santiago, los ingenuos eran legión y aquello era un filón casi
inagotable). Y bien por los listillos que los escribían, porque la más sólida creencia del Director
de Marketing consistía en ganar dinero (solo para una cosa más importante: adquirir y
conservar el poder: ya estaba muy cerca del trono y no descuidaba el hecho de que una vez
allí, habría de mantenerse). Santiago tenía muy mala opinión de los autores de ese tipo de
libros, aunque la tenía peor todavía de sus lectores que, según él, no eran más que una
manada de borregos crédulos e incultos; un rebaño incapaz de pensar por sí mismo e ideal
para ser estafado. Y esto era lo que hacían los autores: una panda de charlatanes y listillos, en
su mayoría consultores, y como tales, adictos al Power Point y los diagramas. O ejecutivos
jubilados. O peor aún: formadores, profesores de Ciencias empresariales y toda la ralea de
gurús e iluminados que sin haber sido buenos ejecutivos en su inútil vida se atrevían a dar
consejos (la mayoría perogrulladas) a los demás.

En cuanto a lo de los diagramas y esquemas, Santiago tenía en su despacho una
impresora de la mejor calidad y avanzada tecnología, merced a la cual le era posible imprimir
en sus propios rollos de papel higiénico aquellos esquemas que más le habían llamado la
atención. Precisamente esa mañana acababa de imprimir uno, bastante largo, del libro que
estaba releyendo. Aquello era en realidad, más que un esquema, la mera enunciación de los
principales motivos de temor al cambio de los ejecutivos, a saber:

Miedo al cambio:

1) Por desconfianza o inseguridad en el resultado
2) Por desconfianza o inseguridad en uno mismo: A) en la capacidad. B) en la forma de
ser
3) Por desconfianza o inseguridad en los demás



1) Por desconfianza o inseguridad en el resultado:

Por temor a que la situación empeore tras el cambio (“más vale malo conocido que
bueno por conocer”).

Por miedo al fracaso.

Por temor a la pérdida (“¿cuál es el precio del cambio?”).

Por miedo natural a lo desconocido.

Por aferrarse al pasado.

Por miedo al éxito (“si triunfo, esto implicará mayor compromiso y esfuerzo”).


2. A) Por desconfianza o inseguridad en la capacidad de uno mismo:

Por vejez mental, anquilosamiento (“ya no estoy para cambios”).

Por bloqueo o ignorancia respecto al cambio (“no sé cómo cambiar”).

Por temor a perder el control de la situación.

Por baja autoestima.


2.B) Por desconfianza o inseguridad en la propia forma de ser:

Por inercia, pereza o falta de ambición.

Por soberbia o inmadurez (“soy así y no pienso cambiar”).

Por fatalismo, creencia en el Destino.

Por inadaptación (“yo no podría cambiar”).


3) Por desconfianza o inseguridad en los demás:

Por temor al juicio ajeno, al rechazo.

Por miedo a perjudicar a otros (“¿cómo les afectará el cambio?”).

Por miedo a ser engañado o utilizado.

Por miedo al ridículo (“si fracaso los demás serán testigos”).

La lista dejaba bastante que desear. La enumeración era larga (se podían haber
agrupado algunos temores). Pero construir un buen esquema requería mayores capacidades
que las que, a decir de Santiago, solían tener esos autores a los que, en el fondo, lo que les
gustaba no era la síntesis, sino todo lo contrario: el desarrollo.

Santiago Alcántara no temía, o no reconocía en sí ningún temor al cambio propiamente
dicho… siempre y cuando los cambios los originase él. Y aún no había llegado ese momento.
Por ahora se trataba de seguir esperando, de seguir acumulando poder, de estudiar las
debilidades de sus rivales y continuar preparándose en silencio. El único cambio que había en
lontananza no podía sino beneficiar directamente a Santiago.

Santiago esperaba pacientemente, desde hacía tiempo, la cada vez más cercana
jubilación del señor Santiso, Director General de Cravate, el viejo carcamal, como Santiago
solía adjetivarlo en su fuero interno. Ya se había ganado su confianza desde hacía tiempo; no
la confianza profesional (que a Santiago no le quitaba el sueño porque el departamento de
Marketing funcionaba bien), sino la confianza personal. Esa que, según Santiago, no se
ganaba, sino que había que robar todos los días un poco. Porque la gente era tacaña a la hora
de dar cualquier cosa, especialmente la confianza: débiles, asustados, rácanos, aferrados a
sus miserias, al día a día y lo cotidiano. A ir tirando; ricos y pobres, listos y tontos, todos se
comportaban igual: nadie daba nada gratis. A Santiago se lo habían inculcado así. El Director
de Marketing lo sabía bien, creía saberlo desde hacía años. Lo que no se ganaba por las
buenas había que robarlo. En realidad Santiago, en su pensamiento, no diferenciaba mucho
entre lo uno y lo otro: todo se reducía a conseguir, a lograr. Y para él, el fin justificaba los
medios.
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