Se ha disgregado en
incontables pedazos, en repercusiones y chasquidos superpuestos, al estrellarse
alegremente contra la acera después de un vuelo hacia abajo, rectilíneo y
severo, tras desprenderse - veintinueve pisos atrás - de su correcta alineación
con las demás cosas.
Algunos miran hacia
arriba desde la calle, otros se alejan por si caen más, y alguien ha dicho
“¡uh!” muy serio.
Sólo queda un color
sobre la acera; el resto se ha confundido ya con los demás objetos que no son
nada, con los trozos de sobras que fueron algo y ahora yacen aburridos en el
suelo esperando tan sólo la manguera, la escoba o un soplo de viento para
ampliar sus horizontes. Antes de que eso ocurra, Alicia se ha acercado al color
-parece que sabe algo o que ha escuchado el golpe - dejando que sus rodillas se
muestren bajo la falda: los pies más cerca que nunca del cuerpo y una mano
extendida en el aire guardando el equilibrio sin llegar a tocar el suelo.
Alicia observa en
cuclillas, escudriña o se recrea. Y como los viandantes ya han restablecido su
tránsito, los nuevos en pasar acabarán pronto pensando que algo se le ha caído
a Alicia. Creerán que era un frasco de perfume o dudarán otros si era una
botella de cerveza, e incluso trazarán asociaciones y disonancias entre la
dueña y el posible objeto sin apenas disminuir el paso mientras un galante
caballero, que mira, se ahorra agacharse para ayudarla porque, salvo las
huellas del estropicio, no queda nada concreto para recoger.
Alicia se marcha
meditando y al pisar sobre la mancha granulada se hace preguntas sobre la
creación.
Piensa Alicia si no será inútil intentar averiguar lo que
fuimos a través de nuestros fragmentos esparcidos.
Emilio Martínez Morán 1/XII/94