lunes, 16 de julio de 2012

Dodecálogo de un escritor

1)    Recuerda: un escritor solo es un artista y un artista solo es una forma de ser persona: enfréntate al éxito y al fracaso igual que lo haría cualquier persona con cualquier otra actividad.
2)    Tú no eres tu obra. No te identifiques demasiado. No permitas que el ego te engañe: ni eres tan bueno (o malo) como tus obras ni, cuando las critiquen, te están atacando a ti como persona.
3)    Cualquiera que se gaste unos euros en comprar un libro tuyo tiene derecho a decir lo que quiera de tu obra. Y tú estás en tu derecho de ignorarlo. No pierdas tiempo de escribir en debates estériles.
4)    No te debes al público ni al editor ni a tu agente más allá de cierto agradecimiento humano: todos están haciendo su trabajo: unos consumen, otro vende, otro negocia. Tú escribes. Solo eres una parte de la cadena, pero si a algo te debes es a tu obra.
5)    Nadie te obliga a defender siempre la misma bandera ya sea estética, política, artística o moral. Todos cambiamos y algunos incluso evolucionamos. Lo que has escrito hace años no tiene porqué ser hoy ni siquiera de tu agrado. No te ates al pasado ni hipoteques tu futuro.
6)    No vivas para escribir: escribe para vivir. La literatura tiene una forma muy peculiar de poder hacernos inmortales: no prolongará tu existencia, pero la hará más profunda.
7)    No te aísles ni escribas solo para ti mismo: deja al público hacer su trabajo. Estate siempre en contacto con los demás (salvo durante los periodos de intensa creación, cuando te retires a tu interior). Debes estar en contacto con todo, aunque tú eliges qué y cuándo. Nada te puede ser ajeno.
8)    Haz respetar tu tiempo con energía. No cedas a los chantajes. Haz que lo respeten por dos motivos: el egoísta, porque a ti te gusta escribir; el altruista, para no privar al mundo de la belleza que pueda llegar a haber en las obras que te falten por escribir.
9)    Nunca uses la literatura como una droga ni un refugio para tus frustraciones: deja que sea la literatura la que te use a ti.
10)  Recuerda que no tienes porqué ser escritor toda la vida. Nadie te obliga. Si no naciste escribiendo tampoco has de morir haciéndolo.
11) El pensamiento es más rápido, y a menudo más fugaz, que la escritura. De modo que elige: o te empeñas en reflejar la realidad, que al paso que vamos ya habrá cambiado para cuando quieras terminar, o te molestas en crearla.
12) Nunca creas demasiado en los decálogos de los escritores: la mitad son intentos de universalizar experiencias subjetivas y la otra mitad son juegos de vanidad.


lunes, 25 de junio de 2012

Mimando a los lectores



¡No solo la compran, sino que encima hasta la leen! ¿No son un encanto?

Lo menos que se puede hacer es firmarles una dedicatoria bonita

jueves, 24 de mayo de 2012

La promoción: ¡ya tenemos la novela en el mercado!

Queridos amig@s:

Esto es lo que mi editor me envía como respuesta a mis preguntas sobre la distribución de Metamorfosis del miedo (editorial ESIC):

"Puedes decirles que la semana que viene estará en LA CASA DEL LIBRO, EL CORTE INGLES, Marcial Pons, Diaz de Santos, Ecobook".

Además hay librerías digitales que la tienen en su catálogo de novedades: Amazon, etc.

También es cierto que la misma editorial lo vende desde su página web. Y si visitáis la Feria del Libro tienen el stand en la caseta 263. (El autor no estará; todavía no ha llegado ese momento. Prefiero firmar entre amigos tomando un café).


Recuerdo que os he mostrado la portada, pero los escritores somos así de pesados.

Y muchas gracias a todos los visitantes que se han paseado por aquí. Siempre seréis bienvenid@s

lunes, 16 de abril de 2012



Así quiero ser de mayor

Terceras páginas



Por si todavía hay alguien que cree que he escrito un libro de autoayuda o estrictamente empresarial, me permito incluir a continuación un fragmento del segundo capítulo. Espero que os guste.

Capitulo II     Mr. Parker

“Los barcos están seguros en el puerto, pero no han sido hechos para eso.”
(Proverbio inglés).


Santiago Alcántara, Director del departamento de Marketing de Cravate releía,
venciendo la natural repugnancia que le inspiraba, un libro de management acerca de los
principales temores ante el cambio que experimentan los ejecutivos. Solía leer ese tipo de
libros con cierta frecuencia, más que nada para estar al día y poder citar frases o conceptos,
durante las reuniones, que le ayudaran a salir del paso sin tener que efectuar cambios en su
manera de hacer las cosas. Pese a su experiencia, a Santiago no dejaba de hacerle gracia el
efecto que producían ciertas frases de esos libros en sus oyentes: el silencio de sus
interlocutores acomplejados y la admiración de quienes, aunque menos acomplejados,
tampoco estaban demasiado familiarizados con ciertos términos.

“¡Libros de mágicos consejos para el marketing!, de coaching, PNL, liderazgo
empresarial, libros de trabajo en equipo, libros de ratones, el Eneagrama y la madre que parió
al peneque! ¡Y qué títulos! Cinco claves para el éxito, Cien trucos para directivos, Los diez
pasos del management... Siempre con números, números redondos, números de connotación
simbolista, números fáciles de retener en la mollera del consumidor. Y citas muchas citas.
Ningún idiota se atrevía a escribirlos sin encabezar algún capítulo con una frase de Peter
Drucker, Golemann o Sun–Tzu”.

Así pensaba Santiago.

Lo que a él le gustaba todavía no se había escrito: una especie de manual de artes
marciales para el liderazgo y el marketing, que era lo que él venía practicando desde hacía casi
diez años. En cuanto a estrategia, el general Sun–Tzu estaba de moda (lo había puesto de
moda una película de James Bond en los 90) y era de obligada mención para cualquiera que
quisiera escribir sobre estrategia. Como cita literaria, claro está, porque en la bibliografía pocos
se atrevían a poner que habían consultado El arte de la guerra. Pero a Santiago le era más
fácil identificarse con Napoleón que con un chino difuso y milenario del que no se sabía que
hubiera hecho gran cosa, salvo escribir un libro.

En opinión de Santiago, esos libros eran guías escritas por falsos profetas, pero eran
libros que se vendían. ¡Bien por las editoriales, capaces de hacerse mercado entre los
ingenuos! (porque, a decir de Santiago, los ingenuos eran legión y aquello era un filón casi
inagotable). Y bien por los listillos que los escribían, porque la más sólida creencia del Director
de Marketing consistía en ganar dinero (solo para una cosa más importante: adquirir y
conservar el poder: ya estaba muy cerca del trono y no descuidaba el hecho de que una vez
allí, habría de mantenerse). Santiago tenía muy mala opinión de los autores de ese tipo de
libros, aunque la tenía peor todavía de sus lectores que, según él, no eran más que una
manada de borregos crédulos e incultos; un rebaño incapaz de pensar por sí mismo e ideal
para ser estafado. Y esto era lo que hacían los autores: una panda de charlatanes y listillos, en
su mayoría consultores, y como tales, adictos al Power Point y los diagramas. O ejecutivos
jubilados. O peor aún: formadores, profesores de Ciencias empresariales y toda la ralea de
gurús e iluminados que sin haber sido buenos ejecutivos en su inútil vida se atrevían a dar
consejos (la mayoría perogrulladas) a los demás.

En cuanto a lo de los diagramas y esquemas, Santiago tenía en su despacho una
impresora de la mejor calidad y avanzada tecnología, merced a la cual le era posible imprimir
en sus propios rollos de papel higiénico aquellos esquemas que más le habían llamado la
atención. Precisamente esa mañana acababa de imprimir uno, bastante largo, del libro que
estaba releyendo. Aquello era en realidad, más que un esquema, la mera enunciación de los
principales motivos de temor al cambio de los ejecutivos, a saber:

Miedo al cambio:

1) Por desconfianza o inseguridad en el resultado
2) Por desconfianza o inseguridad en uno mismo: A) en la capacidad. B) en la forma de
ser
3) Por desconfianza o inseguridad en los demás



1) Por desconfianza o inseguridad en el resultado:

Por temor a que la situación empeore tras el cambio (“más vale malo conocido que
bueno por conocer”).

Por miedo al fracaso.

Por temor a la pérdida (“¿cuál es el precio del cambio?”).

Por miedo natural a lo desconocido.

Por aferrarse al pasado.

Por miedo al éxito (“si triunfo, esto implicará mayor compromiso y esfuerzo”).


2. A) Por desconfianza o inseguridad en la capacidad de uno mismo:

Por vejez mental, anquilosamiento (“ya no estoy para cambios”).

Por bloqueo o ignorancia respecto al cambio (“no sé cómo cambiar”).

Por temor a perder el control de la situación.

Por baja autoestima.


2.B) Por desconfianza o inseguridad en la propia forma de ser:

Por inercia, pereza o falta de ambición.

Por soberbia o inmadurez (“soy así y no pienso cambiar”).

Por fatalismo, creencia en el Destino.

Por inadaptación (“yo no podría cambiar”).


3) Por desconfianza o inseguridad en los demás:

Por temor al juicio ajeno, al rechazo.

Por miedo a perjudicar a otros (“¿cómo les afectará el cambio?”).

Por miedo a ser engañado o utilizado.

Por miedo al ridículo (“si fracaso los demás serán testigos”).

La lista dejaba bastante que desear. La enumeración era larga (se podían haber
agrupado algunos temores). Pero construir un buen esquema requería mayores capacidades
que las que, a decir de Santiago, solían tener esos autores a los que, en el fondo, lo que les
gustaba no era la síntesis, sino todo lo contrario: el desarrollo.

Santiago Alcántara no temía, o no reconocía en sí ningún temor al cambio propiamente
dicho… siempre y cuando los cambios los originase él. Y aún no había llegado ese momento.
Por ahora se trataba de seguir esperando, de seguir acumulando poder, de estudiar las
debilidades de sus rivales y continuar preparándose en silencio. El único cambio que había en
lontananza no podía sino beneficiar directamente a Santiago.

Santiago esperaba pacientemente, desde hacía tiempo, la cada vez más cercana
jubilación del señor Santiso, Director General de Cravate, el viejo carcamal, como Santiago
solía adjetivarlo en su fuero interno. Ya se había ganado su confianza desde hacía tiempo; no
la confianza profesional (que a Santiago no le quitaba el sueño porque el departamento de
Marketing funcionaba bien), sino la confianza personal. Esa que, según Santiago, no se
ganaba, sino que había que robar todos los días un poco. Porque la gente era tacaña a la hora
de dar cualquier cosa, especialmente la confianza: débiles, asustados, rácanos, aferrados a
sus miserias, al día a día y lo cotidiano. A ir tirando; ricos y pobres, listos y tontos, todos se
comportaban igual: nadie daba nada gratis. A Santiago se lo habían inculcado así. El Director
de Marketing lo sabía bien, creía saberlo desde hacía años. Lo que no se ganaba por las
buenas había que robarlo. En realidad Santiago, en su pensamiento, no diferenciaba mucho
entre lo uno y lo otro: todo se reducía a conseguir, a lograr. Y para él, el fin justificaba los
medios.
....................................................................................................... 

martes, 27 de marzo de 2012

Primeras páginas

HE AQUÍ EL COMIENZO DE MI PRIMERA NOVELA: METAMORFOSIS DEL MIEDO (HISTORIA DE UNA CORBATA),  PUBLICADA POR LA EDITORIAL ESIC EN MAYO DE ESTE AÑO


Capítulo I.  Eduardo.


“La vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otras
cosas.” (John Lennon).

 A las 11.15 de la mañana de uno de los primeros días de un marzo inusualmente
soleado, Héctor Camarasa, Director del departamento de Recursos Humanos de Cravate
S.A.U., (empresa líder en su sector a nivel nacional) se preparaba esperanzado en su
despacho para la llegada de un consultor. Su esperanza se basaba en la posibilidad de que
esa visita fuera el primer paso para que las cosas empezaran a cambiar en su empresa.
A esa misma hora el señor Santiso, Director General de Cravate, estaba terminado su
segundo desayuno en una cafetería cercana, satisfecho de cómo iban las cosas en la empresa,
de sí mismo y de la vida en general. Santiso llegaba pronto a su trabajo y después bajaba a la
cafetería. Leía el mismo periódico y saludaba a los mismos camareros. Se sentía cómodo y
protegido en la rutina y recelaba de cuanto supusiera un cambio. No se acordaba para nada de
la visita prevista del consultor, que había borrado de su memoria en un acto reflejo de defensa
propia. A fin de cuentas eso era cosa de sus muchachos, como solía llamar con paternalismo
en su fuero interno a los directivos más próximos a él.
Mientras tanto, el director del departamento de Marketing, Santiago Alcántara, estaba a
punto de acudir a una reunión que había convocado con su equipo al saber de la llegada del
consultor. Era una buena excusa para estar ocupado cuando este llegara. No es que temiera la
llegada del consultor; al contrario: todo iba saliendo conforme a los planes previos. Y
precisamente por eso Santiago no tenía interés, ni mucho menos necesidad, ni ningún motivo
especial para estar en entrevistas de las que él era, en última instancia y por motivos ocultos, el artífice. Su reunión de equipo era una excusa, sobre todo, de cara a Héctor, quien durante la
mañana le había insistido para que estuviera presente. Santiago le había respondido con
evasivas primero y con excusas después: “Estoy seguro de que te las apañarás muy bien a
solas con el consultor durante la primera entrevista, Héctor”, le había dicho por fin. No quería
incomodar abiertamente a su compañero… todavía.

Eduardo Rojo, el consultor de la empresa Infovimsa citado en Cravate esa mañana,
desconocía, por su parte, que era impacientemente esperado por uno, ignorado por otro y
esquivado por el tercero, pues a esas horas ya tenía otros problemas. Podía decirse sin el más
mínimo temor de exagerar que la mañana se le había ido torciendo de la forma más
inesperada.

Eduardo tenía, cuando se despertó, pocas ganas de desayunar y no sentía, como otras
mañanas, la necesidad casi física de afeitarse. Por lo demás, era una mañana absolutamente
normal: no se planteaba si le apetecía o no acudir al trabajo; de eso solía tomar conciencia más
tarde, en el coche, y la mayoría de las veces la respuesta era sí. De eso no se daba cuenta
Eduardo, pero era algo que ya lo diferenciaba de una considerable cantidad de personas.
A medida que se terminaba de despertar le resultaba más evidente que no tenía ganas
de desayunar, así que optó por ducharse primero. Una ducha templada tirando a fresca, de
esas con un ligero toque masoquista pero reconfortarte que lo obligan a uno a despabilarse por  completo y dejar atrás todo lo que no sea el presente inmediato.
Bajo el agua aún, se pasó la mano por la cara y le llamó un poco la atención la falta de
barba erizada. Le pareció curioso, pero no le importó: así sería todo más fácil. Aquello incluso
lo hacía sentir más joven.
Cerró el grifo y tomó el albornoz, que se le cayó cuando intentaba ponérselo con medio
cuerpo ya fuera de la ducha. Volvió a caérsele la segunda vez que lo intentó.
“Estoy tonto esta mañana”, se dijo sin malhumorarse.
Volvió a enfundárselo de nuevo y se ató bien el cinturón, esta vez sin asomarse entre las
cortinas.

El albornoz cayó al suelo de la bañera.
Quedó allí empapándose lentamente de restos de jabón y agua mientras Eduardo lo
contemplaba absorto. Ahora estaba seguro de que si se lo intentaba poner, se le volvería a
caer inexplicablemente. Con cuidado de no enredarse en él, pisó fuera de la ducha y se calzó
cauteloso. Gotas de agua continuas caían junto a las zapatillas.
Por otra parte algo curioso sucedía en el espejo, que ya se estaba desempañando con
rapidez: “¿cuándo me he puesto yo esta corbata?”, no tuvo más remedio que preguntarse
Eduardo al verse reflejado, (aunque lo de verse reflejado resultaba discutible, puesto que lo
único que se veía con claridad era la corbata, anudada y de un rosa un tanto chillón, que no
formaba parte de su vestuario).
Al hacer el gesto de pasar la mano por la superficie del espejo para limpiarla, en algún recoveco de la mente de Eduardo (aunque no había leído a Kafka ni a Shakespeare ni mucho menos a Ovidio), la solución ya se había vuelto desagradablemente nítida. Supo la verdad antes de terminar de limpiar el espejo y, quizá porque de algún modo lo sospechara, no lo sorprendió no ver su cuerpo reflejado. Pero el hecho de que no lo sorprendiera estaba bastante lejos en realidad de significar algo parecido a que lo aliviara. Aunque tardase un poco más en darse cuenta o en tomar conciencia de que se había dado cuenta, lo cierto es que el espejo lo había limpiado con la corbata, ya empapada por la ducha. Sentía mojado el cuerpo. Un reguero de gotas lo siguió por la habitación cuando se dirigió de manera automática al sofá. “¡Santo Cielo! ¿Qué me pasa?”.
Cuando iba a sentarse en el borde con los codos apoyados sobres las rodillas y la
cabeza entre las manos con aire de grave preocupación, en el preciso momento en que iba a
tomar contacto con el cojín, Eduardo se deslizó hasta el suelo. Allí quedó tendido durante un
largo rato, vencido por el estupor y la sensación de derrota.
El sofá desde el que acababa de resbalarse tenía a su derecha una pequeña mesita
sobre la que se acomodaba el teléfono y, más o menos enfrente, un mueble librería con el
televisor. Al lado del mueble librería estaba, todavía apoyado en la pared, el espejo grande
recién comprado, que Eduardo esperaba instalar en el dormitorio cuando tuviese tiempo. El
consultor había quedado justo frente a ese espejo: en su superficie se reflejaba el sofá (con
una pequeña mancha de humedad en el cojín sobre el que intentara sentarse) y la corbata rosa en el suelo, en medio de un pequeño charco.
Ni rastro de Eduardo. Mejor dicho: del Eduardo de siempre, del que trabajaba en la
consultoría Infovimsa Consulting S.A., del que anoche había tomado unas cañas con sus
compañeros a la salida del trabajo y, como de costumbre, había vuelto temprano a su casa.
Anoche se había felicitado en secreto por el trabajo que le acababan de encargar: llevar (¡él
solo!) la consultoría de una empresa cliente: nada menos que una empresa del calibre de
Cravate. Aquello bien podría suponerle el ascenso a junior partner a no mucho tardar, si todo
iba bien. Luego había cenado frugalmente viendo su programa favorito de televisión. Después
había repasado sus notas sobre Cravate, había consultado Internet y, tras repasar su agenda,
se había acostado no muy tarde.

Solo que ese Eduardo estaba ahora en el suelo de su salón, mojado, empezando a
sentir frío y a punto de pasar de su estado de estupefacción a una crisis de pánico.
Con los ojos cerrados, tocándose las sienes, intentó recordar qué podía haber hecho –o
dejado de hacer– para haber originado aquella situación. Nada de lo que hubiera cenado podía
haberle sentado mal… apenas había tomado alcohol: no sentía ningún trastorno físico, nada le
dolía.
Eduardo carraspeó.
–¿Qué me está pasando? – dijo esta vez en voz alta para comprobar que su voz seguía
siendo la de siempre.
Abrió los ojos, todavía desde el suelo. La habitación parecía mucho más grande. “Es por
la perspectiva”, se dijo. “Que no cunda el pánico”.
Se incorporó despacio hasta quedar sentado en el suelo y recostada la espalda contra
el sofá. Alzó la vista y su mirada cayó frontal en el espejo de enfrente, que le devolvió la
imagen de la corbata, caída junto al sofá, anudada todavía, como la que había visto en el
cuarto de baño: daba la sensación de que alguien con prisas la hubiera tirado sobre el mueble
de cualquier manera y se hubiera resbalado hasta el suelo. El charquito seguía también ahí.
Pero ni rastro de Eduardo en el espejo.
Instintivamente se palpó nervioso: brazos, piernas, cabeza. Todo en su sitio, al menos al
tacto. Inclinó la cabeza para verse directamente sin necesidad del espejo maldito.
“¡Dios!”
Vio una enorme franja de tela rosada que se ensanchaba conforme se alejaba de su
mirada hasta terminar en un gran triángulo allí donde suponía que debían estar sus pies. Se
estaba empezando a secar. Se puso en pie de un salto y dio unos pasos apresurados, sin
rumbo, por el salón. “No puede ser. Esto no está sucediendo”. Volvió junto al teléfono con el
impulsivo propósito de demostrar (de demostrarse a sí mismo, de demostrarle al mundo) que
llevaba razón: que aquello no podía ser y que no era. Que no estaba sucediendo.
Evitando mirar hacia el espejo descolgó el auricular y marcó el número de la empresa en
la que estaba citado. Los tonos que indicaban que la llamada se estaba levando a cabo se
sucedían con cruel parsimonia.
Uno:
-Piiiiiiiiiiii (“no está pasando”)
Dos:
–Piiiiiiiii
Tres:
–Piiiiiiii (“esto no está pasando”)
Cuatro:
–Piiiiiii (el parquet seguía mojado)
Cinco:
–Piiiiiii (“no mires, no mires al espejo”)
Seis:
–Piiiiiii
Y una voz grabada, rutinaria, todavía más cruel en su indiferencia que los pitidos, al
tratarse de algo humano le dijo:
–El número al que ha llamado no existe. El número al que ha llamado no existe. El
número…
 Después se cortó. Otra vez el silencio.
“Calma, calma, por favor”.
Eduardo volvió a marcar despacio, muy despacio. (Nue–ve, u–no, –“tranquilo, esto no te
está pasando”– cin–co, sie–te, dos, cua–ren–tai–nue–ve, cin–cuen–tai–dos).
Después, otra vez la lenta agonía de los pitidos. Pero aquello seguía siendo mejor que
mirar el espejo.
–Cravate, buenos días…
–¡Sí! –gritó Eduardo.
–Sí ¿Dígame? ¿Cravate, buenos días?
–¡Sí, sí! ¡Soy Eduardo! ¡Eduardo Rojo!
Eduardo lo decía con vehemencia, no tanto para la recepcionista que atendía su llamada
como para sí mismo y para el mundo entero.
–¿Y en qué puedo ayudarle, señor Rojo?
–Yo… yo… Tenía… ¡Tengo una cita! Eso es: tengo una entrevista esta mañana. Dentro
de dos horas. Allí, quiero decir, claro está. En Cravate. Con el Director de Recursos Humanos –
soltó de un tirón, tras los titubeos iniciales– y quería… quisiera confirmar la hora de la
entrevista y la dirección exacta de la empresa.
En lo único que Eduardo acababa de mentir era en esto último: lo único que quería era
hablar con un ser humano que lo reconociera a él también como humano.
–Muy bien, señor Rojo. No se retire, por favor: le pongo con el departamento de
Recursos Humanos.
–Gracias –respondió Eduardo desde el fondo de su alma.
Otra espera, otros pitidos menos crueles y otra voz.
–Recursos Humanos, buenos días…
Todavía no se había demostrado nada definitivo. Eduardo se apoyó en el brazo del sofá
sosteniendo el teléfono.
– Hola. Soy Eduardo Rojo. Quisiera confirmar una entrevista que tengo esta mañana con
el jefe de su departamento.
Hablaba deprisa todavía y tuvo que volver a repetir su nombre. Luego hubo una breve
pausa en la que se oía de fondo el ruido del teclado de un ordenador. En esa pausa
Eduardo hizo un movimiento que tantas personas hacen mientras esperan al teléfono:
girar la cabeza. Su mirada, lo enfrentó de nuevo con el espejo, sobre cuya superficie se
reflejaba la imagen de una corbata rosa, del tamaño típico de la mayoría de las corbatas,
arrugada o plegada sobre sí misma y apoyada en el brazo del sofá, sosteniendo junto al
nudo de manera inexplicable el teléfono. La tapicería estaba ligeramente manchada de
humedad y más abajo, sobre el parquet, se había formado un pequeño charco.
- En efecto, señor Rojo. El señor Camarasa está citado con usted a las 11:30 de esta
mañana.
- ¡No! – gritó Eduardo al verse.
El teléfono cayó al suelo.
- ¿Señor Rojo? ¿Oiga?
Eduardo se arrojó de inmediato en pos del teléfono sin reparar siquiera en que no se
hacía daño al chocar contra el suelo: era un golpe suave que no produjo sonido
alguno más allá del leve roce de una tela. Desde el otro lado del auricular la voz de la
secretaria seguía llamándolo por su apellido y mientras hubiera alguien capaz de
conocerlo y aceptar su existencia como la cosa más normal del mundo, él haría
cuanto estuviera en sus manos (¿pero qué manos?) para mantener el contacto.
- Señor Rojo, ¿sigue usted ahí?
Eduardo había caído a cierta distancia del auricular, en medio de su propio charco.
Notó enseguida que su voz, aunque gritara a pleno pulmón (pero, ¿qué pulmones?),
había disminuido notablemente de volumen.
- ¡Sí, sí, sí! – gritó Eduardo cuanto pudo, acercándose al teléfono– ¡estoy aquí!
¡Sigo aquí! ¡No cuelgue!
- ¿Señor Rojo?
- ¡Soy yo!
- Eduardo sentía la necesidad de reafirmar su identidad: “soy yo, soy yo”, porque
seguía siendo él: el mismo Eduardo de siempre; el que quería ascender a junior
partner, puntual, organizado, flexible, de costumbres fijas y un tanto aburridas;
razonablemente sociable aunque, en el fondo, con hábitos de solitario. El tipo al que
las mujeres prefieren como amigo (o como esposo) antes que como amante. El
mismo Eduardo que vivía y trabajaba día tras día y que, pese a todo, se había
levantado en forma de corbata aquella mañana.
- ¿Señor Rojo? Le confirmaba que la entrevista es a las 11:30. ¿Sucede algo?
Porque en ocasiones es necesario decidir, apostar y elegir cuál es la realidad
“real” para uno, cuál es la que se acepta y se asume como tal, Eduardo decidió que la
realidad era esa voz que lo llamaba, aquella cita que lo aguardaba, su vida y su trabajo
habituales y no el espejo ni aquella maldita pesadilla. Pero, ¿qué iba a contestar a esa
voz que preguntaba? ¿que se había convertido en corbata?
- ¿Está ahí, señor Rojo?
- Sí, sí –Eduardo se acercó al auricular y subió la voz–. Es que se me ha caído el
teléfono. Me oye bien, ¿verdad?
- Un poco débil, pero le escucho.
- Ha debido estropearse. Bien. Llamaba por la siguiente razón: ¿habría algún
inconveniente en retrasar la entrevista media hora? Ha surgido un pequeño
imprevisto y no quisiera llegar tarde.
- ¿Desea hablar con el señor Camarasa?
- ¡No, no, por favor! No es necesario. Solo quería saber si es posible retrasar media
hora la entrevista.
- Un instante… mmmm.
 Otro tecleo de fondo mientras la secretaria consultaba la agenda del director del
departamento. Seguramente estaría hablando con el propio Camarasa. Eduardo sabía
que un retraso sin avisar es malo y que avisar de un retraso de más de treinta minutos
suele equivaler a aplazar o pedir a gritos que le aplacen la entrevista. Eso en el mejor de
los casos. Y que le aplazasen la entrevista supondría para él algo con lo que no se
sentía con fuerzas para enfrentarse.
Solo media hora. Ganar tiempo.
- Efectivamente, señor Rojo, es posible desplazar la entrevista a las 12. Tomo nota
y se lo comunico al señor Camarasa. Gracias por avisar. ¿Desea algo más?
- Eso es todo… Gracias. Buenos días.
- Buenos días.
Confirmado: Eduardo existía para los demás. Su pasado reciente seguía ahí.
¿Entonces?
Eduardo colgó el teléfono con dificultad, se reacomodó en el suelo (con el gesto que en
otra situación hubiera implicado abrazarse las piernas dobladas y apoyar la frente sobre las
rodillas) y sin ninguna dificultad rompió a llorar, primero a espasmos, luego más lenta y
concienzudamente, entregándose a una natural autocompasión que no sentía desde que su
primera novia lo abandonó.

No había pasado demasiado cuando volvió a tomar el teléfono y marcar. Ya no le cabían
muchas dudas acerca de su estado, pero lo hizo por mero sentido de la responsabilidad: llamó
a su sociedad médica. Cada vez le costaba mayor esfuerzo hacerse oír y sostener el auricular,
pero había empezado a resignarse. No estaba ya muy seguro de lo que dijo cuando le
preguntaron el motivo de la llamada: alucinaciones, crisis de ansiedad; lo cierto es que ahora
estaba calmado y seguramente no había sonado nada ansioso al otro lado de la línea, pero
eso era asunto de quien tomó nota de su llamada. Dijeron que le enviaban un médico de
urgencias a su domicilio tras hacerle algunas preguntas (algunas de ellas bastante personales).

La hora de su entrevista empezaba a echársele encima.

Eduardo había cambiado sus “esto no me está sucediendo” por un “se me pasará
pronto” menos reñido con las evidencias. Había llamado a su sociedad médica particular en
vez de a la Seguridad Social porque, en lo que a Eduardo se le antojaba el peor de los casos,
si le daban una baja médica no quería tener ningún justificante en el que figurase el motivo de
manera demasiado explícita: que no lo supieran en Infovimsa. ¡Su entrevista más importante
de los últimos dos años y le venían con baja médica por ansiedad y estados alucinatorios!
La habitación (Eduardo no se había movido del salón) era ahora desmedidamente
grande. Eduardo seguía en el suelo, prácticamente seco ya. Confiaba en que el médico le
diese algo para salir del paso. De todas formas tenía que ir a Cravate, con alucinaciones o sin
ellas. Había pensado volverse a la cama con la esperanza de que todo fuera un mal sueño,
pero ahora le costaba moverse: sus pasos eran lentos y su desplazamiento inseguro; la
manera más eficaz de desplazarse era dar una serie de cortos saltitos. Aquello lo asustaba y
prefería no moverse. Ya eran las diez y media.
“Se me pasará pronto”.
 Estaba convencido de que la peor de las posibilidades era curarse pronto, pero no lo
suficientemente pronto como para llegar a tiempo a la entrevista; aun así, si tardaba un día
entero, o incluso dos, en curarse, al menos tendría una justificación médica. Pero debería
decirle adiós a su ascenso por ahora. Y quién sabe cuándo volvería a tener una oportunidad
como aquella. Porque no dudaba de que, si podía ir, haría bien su trabajo. Eduardo confiaba en
sí mismo y se sentía preparado. Al menos hasta esa mañana.
¿Y si venía el médico, lo sedaba, llamaba a una ambulancia, le ponían una camisa de
fuerza y se lo llevaban?

 Sonó el timbre del portero automático. Eduardo no se atrevió a moverse. Pasaron unos
lentos segundos durante los que daba la sensación de que todo reposara en el edificio. El
timbre volvió a sonar dos veces seguidas, apremiantes. Eduardo no se movió.
“No es posible amanecer convertido en corbata y pretender que se te pase con una
aspirina o una inyección”, se dijo en un momento de lucidez. “Esto tiene que traer
consecuencias forzosamente”.

En el silencio reinante, a cierta distancia y apagado, podía oírse el sonido de los porteros
automáticos a cuyos timbres estaba llamando el médico. Debía pensar que el enfermo no
estaba en condiciones de levantarse.
“Tengo que ir a la entrevista como sea, corbata o no. Que me recete algo y ya está. Por
si acaso no le diré al médico que me he convertido en corbata. Que me creo haber convertido,
en corbata”, se corrigió a sí mismo. “Primero dejaré que me vea y me fijaré en su expresión”.

Sonó el ruido del ascensor. “Ya está aquí. Deben haberle abierto los vecinos”: Eduardo
escuchó pasos y acto seguido el timbre de su puerta.
“Vamos allá”, se dijo y, no sin esfuerzo, se incorporó. La habitación ya era
descaradamente grande: la vista de Eduardo alcanzaba tan solo el nivel de la mesa del
comedor. Sin mirar a su alrededor se concentró en el parquet del pasillo y se dirigió a la puerta
tan deprisa como pudo, que no fue mucho. El timbre volvió a sonar.
- ¡Voy!

Al llegar a la puerta Eduardo descubrió que su punto de vista quedaba muy por debajo
de la mirilla; lo que mantenía absorto a Eduardo era cómo abrir una cerradura que
también quedaba fuera de su alcance.

lunes, 9 de enero de 2012

c.v.

Emilio Martínez Morán nace en Madrid en 1963. Tras sus estudios en  la Universidad Autónoma de Madrid, comienza a ejercer el periodismo como colaborador habitual en el diario El Independiente. Ha sido guionista del cortometraje Cien veces ciento para la Universidad Complutense de Madrid, colaborador de Onda Cero, Redactor-Jefe en la revistas Política y  La Tribuna y traductor literario para la editorial Harlequin. 

Más tarde dirige el Taller Literario Omega, en el que imparte clases de Narrativa Breve y Escritura Creativa. Asimismo, dirige el Gabinete Interactivo de Comunicación (GABICOM) impartiendo cursos de Liderazgo, Comunicación, Habilidades para el marketing, y Expresión escrita, oral y corporal para profesionales, entre otros.

Ha colaborado con el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (CNICE) del Ministerio de Educación y con el grupo FUNDOSA. En la actualidad participa en cursos sobre diferentes áreas comunicativas, actividad que sigue compaginando con la literatura y su labor como Coach. 

Su primera novela, Metamorfosis del miedo (Editorial ESIC 2012), combina una reflexión sobre las claves del miedo al cambio con una apasionante aventura de ficción y aventura.